Uno pudiera pensar que el despotismo es ejercido por sujetos ásperos o chocantes; con cierta y cual fuerza física y destreza, o con cierto y cual poder económico y/o político. Pero no es así. A Rosete Valesuelo todos le conocemos; es de esos cándidos tipos de la tercera edad que todo el tiempo bromean muy finamente en la plaza y en el hogar, en la esquina y en cualquier lugar; vacilón y sonriente por ley, siempre de buen humor… en fin, de los que a todo mundo, sin saber por qué, caen bien.
El viejo Rosete se paró una mañana del pasado invierno en las oficinas, dispuesto a hacer el pago del servicio. Al entrar, abrigado, con su mirada tan habituada a los pasillos y nódulos de la burocracia, vio nuevo personal en la empresa. Sin reparo alguno, como si fuera un antiguo hacendado o moderno coach dijo al último de la fila, pero para que oyeran todos: “Con que estos son los jóvenes que transforman México”. Su tono y ademán era réprobo (por despectivo entre broma y broma); exigía una réplica pero nadie se la hizo. Ni siquiera la becaria a quien se dirigía de manera impersonal; una chica de poco más de veinte años, madre soltera, hacinada por caridad en la casa hipotecada de sus padres… en franca indefensión pues hasta la buena educación impide contestar a los ancianos de ese tipo como se merecen.
El señor pretendió escupir un insulto desde su estatura de tercera edad. Desde la seguridad de sus pensiones: la derivada de un programa de gobierno y la debida a su trabajo. Con la seguridad del que puede tentar a la suerte jugándose un pronóstico de quiniela dominguera en los portales, en la peluquería, en el fut o en el beis de la unidad deportiva. Amén del seguro social, del seguro de coches (marca cualitas, faltaba más), del seguro funerario, del seguro de vida; del seguro eclesiástico con la indulgencia pasada de contrabando en el sobre del diezmo, que le hace creer en el poder de su limosna; con el misalito de convento clariso a mano que seguramente le ha facultado todo este tiempo para juzgar al próximo como a sí mismo. En fin. Desde ser un pretencioso hombre de mundo; aunque sus viajes hayan sido de lastimosa caravana turística, a la Villa a visitar la virgencita, a Chiconcuac con la Chava y así hasta que el suspiro llegue con todas sus fuerzas al Cancún sin los cenotes o al más alejado Dubai sin el desierto. Desde ahí paró a la oficina con la impunidad de su burlona sonrisita.
Aquel señor, de todos conocido, no es otra cosa mas que un simple testaferro. Por su boca habla el vaho de las décadas podridas, echadas a perder. Le caracteriza el tono medio, bajo cuya tutela y rectoría aprendió la ley de jubilaciones al derecho y al revés y quiso y supo quedarse sentado en la silla del aula por décadas, a repetir sus pardas lecciones de historia o matemáticas que no le interesaban más allá del salario; sin comprender el espíritu de las materias decimonónicas, incapaz de transmitirlas. Un tono medio, sin ideal alguno, de latente cobardía; que no por aureola invocada de venerable “maestro” se libra, efectivamente, de su propia mediocracia en que se revuelca la víscera del hígado participando como emisario de la lucha de clases sin darse cuenta; teniendo una opinión reaccionaria donde no importa ni aplica la seducción del izquierdismo politiquero.
Ya se sabe que los programas de cualesquier gobierno no son ni mucho menos la panacea, pero hay ahí un sector vulnerable que hasta el despotismo de a pie, el ejercido en el vecindario, el que se practica solo porque yo tengo trabajo y tú no; porque yo tengo casa y coche y tú no, porque yo voy a Disneylandia (con visa de turista jodido made in United States) y tú no, no vacila en acribillar aunque sea de palabra.
El hecho de su despotismo estampado en todos los que estábamos ahí me llevó a reflexionar: ¿Qué puede estar pasando en un país que sigue odiando tras de toda máscara y comparsa a sus jóvenes; de un lado tachados de vagos y delincuentes, del otro usados como un lumpen proletariado para levantar los changarritos de censo y encuesta? ¿Qué estima tiene de sí mismo cuando los capos son el ejemplo de un heroísmo nacional, de una ley a seguir? ¿Qué, cuando lo más íntimo de sus almas venera los yerros del conflicto fácil, la guerra y la muerte gratis?
El viejo no se da cuenta que la rueda de la fortuna de esta irónica democracia que padecemos todos, ya como mafia de mercado ya como herencia de nobleza dictatorial, gira para amolarnos a todos por separado. Y que si ahorita (su ahora es cuando) son los jóvenes el epicentro del odio, mañana pueden ser los grupos de pueblos originarios en revuelta por parejo de migrantes; y pasado mañana serán los niños y las mujeres, otra vez, una y otra y otra vez, hasta aniquilar la última voluntad con todo y su desasosiego. No se da cuenta, y esto no es broma, que él mismo pertenece a las minorías, sí, pero a las vulnerables, a la de los viejos asilos. No se da cuenta, no quiere darse más allá del lamentable rencor que escupe por todos lados. Esperando que sean otros los que hagan, para carcomer sobre los hechos; para participar de cualquier reacción sin quererse dar cuenta que también él es un anciano vulnerable, no venerable, con todo y el despotismo a cuestas del que por un momento es su testaferro elegido.
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