Un día, al atardecer, un campesino se sentó frente a su humilde casa a gozar de la frescura de la tarde. Muy cerquita de allí pasaba un camino que llevaba a la ciudad; y un hombre que pasaba por ahí vio al campesino y pensó:
- “Este hombre ha de ser un ocioso, no ha de trabajar, se la ha de pasar todo el día sentadote en esa silla junto a su casa”.
Un poco después, pasó otro caminante. Este pensó:
- “Este hombre es un Don Juan. Se sienta aquí para poder ver a todas las muchachas que pasan por aquí y molestarlas o lanzarles algunos piropos”.
Por fin pasó otro caminante también con rumbo al pueblo que pensaba entre sí:
- “Este hombre ha de ser muy trabajador. Debe haber trabajado todo el día y ahora goza de un merecido descanso”.
En realidad no podemos saber mucho acerca de aquel campesino sentado fuera de su casa. Pero, al contrario, sí podemos decir muchas cosas acerca de aquellos tres caminantes: El primero era un ocioso, el segundo un malpensado y el tercero un gran trabajador.
Todo lo que hablas dice algo de ti mismo; sobre todo cuando hablas de los demás. Así nos pasamos la vida hablando de cómo culpar a los demás de nuestros errores o defectos, de nuestra pereza y poco interés para esforzarnos en conseguir algo duradero y permanente en la vida. Lo mismo que con los demás, lo hacemos con Dios; no creemos en sus promesas de amor, de que estará con nosotros siempre, de que su amistad y presencia en nuestras vidas es lo mejor que podemos tener, y por ello, mejor lo excluimos de mil maneras de nuestra vida. ¿O no?
Esta anécdota nos dejó una gran lección para nuestra vida, pues debemos ser muy cuidadosos en nuestros juicios acerca de las demás personas para no caer en el peligro de estar juzgando de una manera que estemos reflejando lo que en verdad somos nosotros.
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