Hay historias cuyo contenido y desenlace dejan una enseñanza moral que evidencia la idiosincrasia de un pueblo o cultura en particular. En la zona sur se cuentan muchos relatos de este tipo, los cuales están relacionados con las tradiciones y costumbres de sus pobladores.
Un buen ejemplo es este que habla de alguien que no solía observar la tradición de Día de Muertos y que por ello recibió un castigo. Lo interesante es que en otras regiones del estado – incluso del país – con diversidad étnica, también cuentan entre su acervo con narraciones similares.
Esta es la historia de un hombre, digamos, un tanto raro que radicaba en Ixtlán, pues no tenía muchos amigos. Vivía solo porque había evitado casarse o tener hijos. Sus padres habían muerto tiempo atrás y sus hermanos habían emigrado a los Estados Unidos en calidad de “mojados”.
Cuando se aproximaba la fiesta de Todos los Santos, siempre se ponía de muy mal humor. Año tras año, mientras los lugareños preparaban las ofrendas para los difuntos, arreglaban los altares e iban al cementerio, el hombre prefería encerrarse en su casa. Unos primos suyos le decían que era un deber participar en la fiesta y llevar ofrendas a las tumbas de sus ancestros, pero él se negaba porque no creía en esas cosas.
En cierta ocasión, toda la gente andaba muy atareada arreglando los altares y las ofrendas para colocarlas en el panteón al día siguiente, el 2 de noviembre, pero como las lluvias habían caído tardíamente, en esas fechas el hombre andaba cosechando el maíz de su milpa, por lo que le fue imposible encerrarse en su casa, como acostumbraba hacerlo.
Ese día salió a trabajar a su parcela antes del amanecer con la idea de no encontrarse a nadie que le diera la misma explicación sobre lo importante que era llevar una ofrenda a sus padres y abuelos en el cementerio. Asimismo, con ese propósito se quedó hasta muy tarde en la labor, y fue hasta el ocaso que regresó a su casa con toda calma.
Iba muy sigiloso por la vereda cuando empezó a ver que mucha gente caminaba en fila por ese mismo rumbo. Se escondió detrás del matorral para que nadie lo viera. Advirtió que todos iban muy contentos y que en sus manos llevaban ofrendas. Entonces, se dio cuenta que no eran personas, sino difuntos, pues reconoció a todos y a cada uno de ellos.
Primero, unos viejitos que habían sido amigos de su familia. Luego, unas muchachas que habían fallecido en un accidente. Después, sus abuelos, y así continuó la hilera de puros conocidos que iban muy felices con sus ofrendas de regreso al mundo de los muertos. Al final pasaron sus padres; iban muy tristes porque no llevaban ninguna ofrenda.
La escena de haber visto las ánimas de sus padres tan tristes lo afligió mucho y, al percatarse de su error y egoísmo, fue corriendo a su casa a preparar una ofrenda. Pero ya era demasiado tarde; tendría que esperar todo un año para que los difuntos volvieran al mundo de los vivos.
Entonces, se cuenta que fue tanta la angustia que este hombre sintió durante varios días, que se murió de tristeza.
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