Omar G. Nieves
“Porque las cualidades invisibles de él se ven claramente desde la creación del mundo en adelante, porque se perciben por las cosas hechas…” Rom. 1:20
El ser humano no es un robot. Una verdad tan evidente que, así expuesta, no provoca más reflexión. Sin embargo, la reflexión es propia del ser humano y la imaginación trabaja junto con ésta.
Ayer vi por enésima vez “El hombre bicentenario”. Una película que expone paso a paso la transformación de la materia inerte – un cúmulo de materiales de hoja lata bien organizados y programados con transistores – en un hombre inmortal que a la postre decide morir.
¿Pero por qué un hombre inmortal decidiría morir? La clave está en el amor. Un hombre que carece de amor y fe, como dice la canción: ¡Qué tristeza vivir así!
Andrew fue creado como robot para servir a su amo. Pero a diferencia de otros filmes en que un robot inteligente se vuelve malvado, en este caso, el sujeto se pone a reflexionar sobre su existencia y condición; al fin, Andrew tiene toda la información almacenada en un chip que le permite tomar ciertas decisiones. No es libre, pero como ser que piensa, llega un momento en que logra existir; uno de los tantos aforismos que se presentan en la cinta.
El robot cumple bien sus tareas, y cada vez “aprende” y se le instruyen cosas nuevas, al tiempo que mejora su rendimiento. Si una pieza se le deteriora, es reemplazada por otra; el caso es que no muere, pero ve morir a sus dueños; situación que lo hace meditar precisamente en el por qué y para qué de su existencia.
Andrew decide primero cambiar de apariencia. Ya no quiere ser un pedazo de fierros andante. Busca la forma y un científico excluido lo ayuda a formarse un cuerpo de carne y hueso. Entonces busca a los herederos de sus patrones. Y encuentra aquella niña que solía cuidar convertida en abuela, una abuela con una nieta preciosa.
El personaje es buen mozo. Pero como sucede con aquellos que a la vista de la mayoría son estéticamente agraciados, y que invierten su energía en ser estimados por eso, Andrew se siente vacío. Quiere “conversar” con esa joven bellísima que está comprometida y que se niega a tener tratos con un robot guapo.
El paso siguiente es lo maravilloso de nuestra existencia: la creación del cuerpo humano capaz de percibir la naturaleza, pero con todo lo que esto implica: órganos que trabajan en perfecta armonía, que siente lo frío y lo caliente, que reacciona ante la espina de una rosa.
Aún con todo, no es suficiente. Andrew sigue siendo correcto en su comportamiento, y no comete errores; así que cuando la hermosa Portia le dice que se va a casar, Andrew le responde: “Felicidades, ¡Qué afortunado es el hombre que la desposa!”
La historia continúa, exponiendo la complejidad del ser humano. Repito: “No somos robots”. Andrew llega a saborear distintas comidas. Llega a distinguir la textura de tantas cosas. Ve la variedad de colores en la naturaleza. Siente celos, siente deseos, apetito sexual y amor. Pero sigue siendo inmortal. Lo que le impide igualarse a los demás, lo que lo imposibilita casarse con Portia y ser declarado hombre, como el resto de los mortales.
Es por eso que decide morir – determinación que me recuerda el reciente debate de la eutanasia en Inglaterra –. En plena libertad, por el amor a Portia, y porque en este mundo, de acuerdo a su amada, todo está en un orden que, sin decirlo, nos remite a Dios, es que el hombre inmortal decide morir.
Muchos insensatos quieren ver a Dios con los ojos físicos, cuando ni siquiera el sol, que es una mínima parte de su creación, lo podemos observar sin tener consecuencias adversas.
Está comprobado: Nadie puede crear vida a partir de la nada. Por eso, Andrew bien pudo decir lo que el salmista dijo de nuestro Dios: “Te elogiaré porque de manera que inspira temor estoy maravillosamente hecho. Tus obras son maravillosas, como bien percibe mi alma”.
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