El apartamento era pequeño. Constaba de dos cuartos, un baño, un comedor y una cocina. La renta mensual no era tan costosa, pues estaba ubicado en una colonia popular, muy cerca de la estación del ferrocarril, en Tepic.
Aunque pequeño y humilde, eso no impidió que en él se colocara el tradicional cartelito que se pone en muchas casas y que dice: “Hogar, dulce hogar”.
Lamentablemente, el cartel que debía habérsele colocado a ese apartamento era todo lo contrario: “Hogar, amargo hogar”; porque la familia que habitaba allí, compuesta por Javier Castillo, de 42 años, su esposa Angélica, de 34, y sus nueve hijos, de uno a 16 años de edad, vivía de una manera deplorable.
En ese hogar los padres maltrataban física y emocionalmente a sus hijos. El personal del DIF investigó el caso y describió a la familia como “una llaga de la gran ciudad”.
A menudo se oye decir que el hogar es el cielo en la tierra, que no hay mayor felicidad que la que se puede hallar entre las cuatro paredes del nido familiar, que todas las penas de la calle se dejan cuando uno traspasa el umbral de ese lugar querido. Y todo eso es cierto, hermosamente cierto. Hay muchísimos casos de familias unidas, cariñosas y amables que, aunque pobres, saben ser felices con lo poco que tienen. En esos hogares sí que se puede aplicar el dicho: “Hogar, dulce hogar”.
Pero hay otros hogares en que no cabe ese dicho, como el de los Castillo. En lugar de un cielo, es un infierno. En vez de reinar la paz, reina la violencia. En vez de vivir en armonía, se vive en discordia. En lugar de recibir amor y cariño, los hijos reciben brutales palizas. Y lo que es peor, los padres, en lugar de respetar de un modo sano y maduro a sus hijos, los maltratan emocionalmente.
¿A qué le podemos atribuir la culpa de semejante atrocidad? A tres vicios mortales que entraron a aquella casa: el alcohol, la cocaína y la neurosis. Cuando esos tres males terribles se posesionan de un hogar, lo degradan, lo envilecen y lo descomponen.
Los hijos del matrimonio Castillo recordarán siempre, con angustia, con horror y con rabia, el hogar frío que les dieron sus padres, y llevarán el resto de la vida el estigma del abuso deshonesto y la marca de la degradación.
¡No dejemos nunca que entren a nuestra casa ni el alcohol, ni la droga ni la neurosis!, ni los introduzcamos jamás en nuestro organismo. Considerémoslos nuestros mayores enemigos. Aborrezcámoslos y combatámoslos.
El Señor desea ayudarnos, entrando él, más bien, a nuestro corazón. Él no sólo tiene el poder para vencer esos enemigos, sino también un profundo interés en nuestro bienestar personal. Démosle entrada a nuestra vida antes que sea demasiado tarde.
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