4.- La rueda del tiempo trituró aquellos años de mi padre en las noches que se diluían en dosis de alcohol; aquellas madrugadas oliendo a música de mujer. De manera implacable los hombres y mujeres de juventud quedaron como el polvo en la lluvia del recuerdo. Sus cuerpos de perfume que reinaba en el salón amplio y en la cita ferviente por los momentos del placer fueron devorados por el fuego que todo lo consume a través de la singularidad de la vida.
Los amigos de parranda y el roce de la piel bajo los vestidos del ritual, las miradas turbias y el sacudimiento que el dinero es el camino para llegar al beso o las caricias entre el embotamiento y la fugacidad se carcomieron como la fotografía de sepia que conservamos dolorosamente en el corazón. Ya otros cumplen el destino fatal y embriagador de los encuentros de la carne, el cortejo y el acuerdo sexual que significa trastocar los sentidos en la orgía cotidiana de la cantina y sobre todo de casa Venecia.
En aquel año, en sus principios, los primeros meses cuando los acontecimientos escritos la tecnología no cumplía algún rol importante en nuestras vidas ordinarias. Nuestros pensamientos tenían la virtud de la imaginación. La gente de los barrios disfrutaba la anchura y lejanía de las calles. Se digería con calma cualquier acontecimiento y los adultos tenían los códigos ante fortuna y adversidad.
Los pobres nos teníamos que cambiar de casa ante la pesadez y lo rápido que llegaba pagar renta. Se acumulaba la deuda y allá va la familia Guzmán Arce con sus pocas pertenencias incluyendo un gato que se extrañaba por ir dentro de una tinaja que iba arriba de una carretilla.
Nos cambiaron de una calle feliz y nostálgica, la Jiménez por La Paz que iluminó los principios de juventud. Testigo ser de las últimas borracheras de un padre que fatigosamente se acercaba a los cincuentas y cuando los hijos ya defendían a su madre. Las últimas veces ya se reducían los espacios y el dinero ya no se encontraba en el cajón.
Nos fue a buscar a la casa de la abuela y encontró resistencia visual en los vecinos por el camino de noventa metros y todavía la suegra Guadalupe envalentonada lo corrió y nosotros ya no regresamos tan fáciles y dóciles. Nos brincamos la barda para entrar a la casa y ya no había nada tirado. Encontramos a un triste señor en la agonía y cruda de su soledad recostado en un duro sillón. Enfrentado a su espejo que le reclamaba el abandono de sentimientos. Ya no volvió a traer mariachi, ni alegrías ficticias, ni recuerdos de sudores penetrantes, ni la sangre alborotada para agredirnos.
5.- Me hice un asiduo amigo de un joven que estudiaba en la esperanzadora y temible Escuela Normal Regional de Ciudad Guzmán. Por medio de mi hermano Antonio lo conocí y descubrimiento de un mundo intelectual que fortaleció mi credo por la palabra y el conocimiento. Siempre con sus overoles y su cigarro en la boca tratando de quitarle la ceniza con los dedos al tabaco consumido. El pelo largo y de largos silencios que auscultaban con sus ojos verdes.
Disfrutaba las ironías y las contradicciones del grupo y de las situaciones. Todo era motivo de festejo y de análisis. Le gustaba el fútbol, la música disco un poco pero, por fraternidad la escuchaba contigo y hasta la bailaba. Lo que más le gustaba eran canciones de Oscar Chávez, “El Huapango” de Moncayo y Pájaro de fuego de Stravinsky. La sublime canción cubana “Acuérdate de abril” de Amaury Pérez con la que podíamos pasarnos horas hablando de mujeres y tomarnos la cerveza de todo el mundo para después levantarnos en armas contra los opresores de la humanidad.
Las armas era el verbo y la mente enfebrecida y los opresores eran nuestros amigos de parranda y los profesores “vendidos”. Hasta aquí llegaba nuestro coraje para después irnos al Apolo XI a bailar al ritmo del grupo Apocalipsis.
Mi amigo se hizo profesor y yo estudiante de la Universidad. Siempre lo buscaba en su casa de la calle Morelos, lugar de niños juguetones y del caserón blanco, lúgubre a punto de extinguirse ante los reclamos de los pobladores que estaban decididos de darles jaque mate no al rey, sino a la reinas de las noches que se hicieron no de placer sino de congojas.
Sacar casa Venecia de la ciudad ante la masificación de los problemas causados y el hartazgo. Asistíamos a las cantinas para ejercitar la mente tratando de adivinar la vida de cada hombre y mujer que nos encontrábamos junto a las barras, en el baño, en las mesas atiborradas o en solitario.
Queríamos entender ese manicomio, donde un hombre fuerte le hablaba a la pared hasta cuatro o cinco horas y otras veces se quedaba parado y quieto toda la tarde y la noche. Entender la desesperación del guiñapo que nervioso pedía un trago por el amor de Dios. Entender los choques de las conversaciones en el aire enrarecido y las tristezas de los ojos en el jefe del telégrafo. Entender el tic de Pérez y de las copas naturales sin importar la hora de Santana, el funcionario del registro Civil.
Nos pasábamos en los lugares tan famosos como el nombre arrabalero pero poético de la baja ralea “el salivazo” cuando enjundiosos armábamos las ceremonias de la tomadera y las risas mas burlonas de nuestro alrededor como aquella mirada en frenesí del hombre anciano que orinaba y se nos quedaba viendo como seres venidos de otros planetas que tomaban cerveza en una barra con Chalío de cantinero.
La noche aquella con el enigmático “güero Chencho” que para despedirse le mentó la madre “porque se cree mucho, el desgraciado” al joven que estaba callado tratando de entender nuestros gritos y brindis, sin imaginar don Chencho que Raúl Ruiz era gringo y no hablaba español. “Los hombres serios en la borrachera me caen gordos” remató.
Las travesías duraron años, mi amigo emigró a California y le llegan temporadas al por mayor de los retorcidos recuerdos que se van alejando cuando sus hijas y Amaury están creciendo. El amigo José Luís, más conocido por “el tequilita”, sobreviviente de aquella clásica casa Venecia que estaba a unos metros de su existencia.
6.- Paso, me detengo afuera del caserón, trato de escuchar música deshilachada, ver salir mujeres risueñas y borrachas tratando de ser abrazadas y queridas. Trato de capturar los murmullos cuando se destapan las que siguen en la procesión de las rondas. Paso, me detengo para tratar de distinguir la luz tenue que ocultan las caricias y los besos desechables.
Intento distinguir la voz de mis amigos, de Efrén enamorando a las siguientes damas, del brindis del “tequilita”. De la risa contagiosa y feliz del hombre de las pestañas chinas que no quiere que la noche se vaya. Sigo de largo, camino en silencio por este tiempo cuando queda la estela del recuerdo que no quiere olvidarse y que se trasformó escritura. Salud por los que se fueron y por los que vendrán en esta orgía perpetua del amor.
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