A mi padre yo le decía “Apá”. Era un hombre taciturno. Noble en extremo. No sé de dónde sacaba tantas energías para trabajar; desde las ocho o nueve de la mañana hasta las 11 o doce de la noche, siempre pedaleando su máquina Singer.
Otros acostumbran llamar a sus progenitores “Papi”; pero para mí esto es algo más de caché; una palabra que más bien utilizan los adinerados; y entre la palomilla he oído que se refieren a ellos como “Mi Jefe”.
En fin, podemos llamarlos como mejor se nos acomode; pero sin duda un padre es sinónimo de fortaleza, de trabajo, de sacrificio, de provisión, de entrega y dedicación.
Y bueno, este domingo se celebra el Día del Padre. Felicidades para aquellos que aún tienen la fortuna de contar con su padre, porque yo ya no lo tengo; murió hace ya 21 años. Pero es justo rendirles un homenaje tan sencillo como merecido. Por eso ¡Brindo por los papás! Pero no por todos. ¡Por los buenos papás!
Por los que abrazan a sus niños y se bajan a la altura de sus ojos, sin pretender que los pequeños se empinen hasta ellos. Por los que tienen bien establecidas las prioridades y acuden a su llamado.
Por los que respetan a sus hijos y los corrigen haciendo uso de su autoridad amorosa, sin zarandearlos ni humillarlos.
Por los que entienden que compartir su crianza es asumir mucho más que gastos fijos. Van a reuniones de la escuela y ayudan en casa a las tablas de multiplicar, sin gritos demoledores de autoestima.
Por los que alientan sueños y dejan que los hijos eleven sus papalotes, pero tienen la mano firme para ajustar la cuerda, en caso de desvío.
Brindo por aquellos padres que dejan de comprar unos zapatos para emplear ese dinero en darle un mollete a sus chiquillos.
Por los que toleran insultos de sus hijos aunque los llamen viejos y se burlen de su dentadura.
Por los que soportan agresiones de sus propios hijos cuando se les olvida algo y les dicen que ya están chocheando.
Por los que tienen dolor de espalda y hongos en los pies.
Por los que ocupan de sus hijos y no encuentran cómo pedirlo sin que estos se molesten.
Por los que leen cuentos cada noche, sin muestras de cansancio.
Por los que juegan a las escondidas con sus hijos y fingen no saber dónde está el niño, aunque esté a su espalda “escondido” detrás de una toalla.
Por los que no se quedan en un billar después de la jornada ni arriesgan la estabilidad de su familia por irse detrás de cada escoba con falda que pasa por su lado.
Por los que no tienen sucursales afectivas y enaltecen cada día a la madre de sus hijos.
Por los generosos que no someten a sus hijos a la degradación de suplicarles, incluso, hasta el afecto.
Por los que enseñan con el ejemplo, especialmente en épocas de vacas flacas, que la integridad no se negocia.
Por los que escriben cartas de amor filial para sus hijos y sus nietos y no temen hacerlas públicas.
Por los que toleran sus viejas frustraciones y no obligan a sus hijos a ser lo que ellos no pudieron.
Por los humildes, que son capaces de pedir perdón a quien porta una camiseta de talla mucho más pequeña que la suya.
Por los que predican y aplican, lejos de la doble moral. Por ellos, sin saber si son la mayoría o son muy pocos.
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