Preocupado, mi padre Agapito Nieves, intentaba reanimar a mi hermana quien repentinamente había sufrido un desmayo. Varios chiquillos jugábamos fútbol, ahí, en la calle, y al saber del asunto, corrimos a la casa. Todos nos arremolinamos en el pasillo, curiosos.
Mi hermana yacía en el piso, inconsciente, y mi papá agitaba con sus manos un objeto de plástico plano para refrescarle su rostro. “Retírense, ¿no ven que necesita aire?”, nos dijo. “¡Pos échele con la bomba”, se escuchó decir a Sera, mi hermano menor. Los chavalos reímos, pero el asunto no pasó a mayores. Mi hermana se repuso y nosotros seguimos con la cascarita.
Casi no había autos en aquellos tiempos y eso nos permitía jugar a placer. Los equipos se formaban con cuatro o seis chiquillos por bando y se elegían con el clásico “gallo, gallina, pollo; hazte porque te piso”. Eran las reglas del fútbol callejero.
A veces jugábamos por la calle Abasolo, pero los partidos más emocionantes se realizaban por la Morelos, cerca de la plaza de toros. Colocábamos dos piedras en cada portería, de dos metros aproximadamente cada una. Esto ocasionaba constantes discusiones.
Los porteros casi siempre eran los más gorditos y se podía llegar al acuerdo de designar a un “portero ambulante”. Muy bien recuerdo a los hermanos Romero; Toño, Chava, Benito y Galdino, cada cual con distintas cualidades.
También jugaban los Hernández, Martín “El Cuichi” y su hermano Chago, “el Canguro”, Ramón Rodríguez y “Los bañados”.
Si el marcador indicaba 20 – 0, eso no importaba, el partido se decidía con el “gol del gane” y se acababa cuando todos estaban cansados. No había árbitro mucho menos “fuera de lugar”.
Ya sea que fueras el mejor, el defensa, el que corría mas rápido, el que le caía mal a todos, el que escogían al último o el que siempre salía llorando, estas “reglas” que nadie escribió nunca, siempre aplicaban para cualquier partido de futbol en la calle.
Si el dueño de la pelota se enojaba o le hablaba su mamá, todos los demás se amolaban. Ahí terminaba el partido.
Los que menos sabían jugar se quedaban de defensas. Cuando se apostaba un refresco era como jugar una final. Los penales sí se marcaban cuando había una mano o una falta clara. En ese caso se quitaba al gordito y se sustituía por el mejor del equipo.
En más de diez ocasiones acudimos con el profe Chuy Arvizu y/o con Colacho, presidentes municipales, ambos en distintos periodos. Los dos fueron accesibles. Siempre obtuvimos buena respuesta cuando les pedíamos las llaves de la plaza de toros.
Queríamos jugar futbol imaginando que estábamos en algún estadio; el Azteca el Maracaná, el Jalisco, en fin. Los tendidos de “El Recuerdo” eran para nosotros el graderío. Una de las porterías se colocaba en la puerta de toriles, la otra en el lado opuesto, es decir, junto al burladero de los matadores.
Las cascaritas estaban casi dentro de la infancia de casi todos nosotros, y aunque en muchas ocasiones causaban disputas entre los jugadores, que siempre se hacían los mismos equipos, que unos eran tramposos y que se dejaban de hablar al finalizar el juego, a los dos o tres días ya se volvían a hablar como si nada hubiera pasado. Y en algunas ocasiones se arreglaba todo con la clásica “revancha”.
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