La historia de una familia que huele a pan recién horneado.
AHUACATLÁN.
No me avergüenzo de mi antiguo oficio de panadero. Al contrario, lo presumo con orgullo y con olor a horno caliente. Fue el oficio que me dio de comer, que me enseñó a madrugar, y que me dejó harina hasta en los pensamientos.
Por mis venas corre sangre panadera. Es de herencia y eso no se quita ni con baño de agua bendita. Soy Nieves, ¡Y a mucho orgullo!
Mi abuelo Dionisio Nieves empezó con este noble arte allá por los finales del siglo XIX. Con el apoyo de mi tío Pablo, establecieron la primera panadería de Los Nieves en Jala, por la calle Revolución, esquina con Hidalgo; justo donde hoy despacha Marcelino Santana.

Después, la familia se movió a Ahuacatlán, y claro, el horno se fue con ellos.
Casi todos los hijos de mi abuelo siguieron el camino del pan, menos mi padre, que prefirió el hilo y la máquina de coser. Se volvió sastre, quizá porque no le gustaba madrugar ni llenarse de harina hasta las pestañas.
Yo, en cambio, me enamoré del oficio. Aprendí allá por los años setenta, empezando desde abajo, como debe ser: limpiando hojas donde colocábamos el pan recién hecho o recién salido del horno.
Después me enseñaron a tallar masas, y mis primeros maestros fueron mi primo Beto Nieves y mi hermano La Ñe —que tenía manos mágicas para amasar y un genio que ni se diga—.
En poco tiempo ya elaboraba pastelitos de atole, cortadillos, conchas, novias, polvorones y empanadas. Cada pieza de pan era una pequeña obra de arte, aunque a veces saliera tan chueca que daba risa.
Gracias a este oficio pude pagar mis estudios. ¡Y vaya que fue una odisea! Muchas veces llegué a la universidad oliendo a manteca y harina, con los dedos aún marcados por el amasijo.
Mientras mis compañeros hablaban de teorías y de libros, yo pensaba en la jornada del día siguiente.
A finales de los ochenta trabajé en la panadería de don Elías González. ¡Qué tiempos aquellos! El calor del horno, el olor del pan, las charlas entre golpe y golpe de masa… había cansancio, sí, pero también una satisfacción que ni el mejor sueldo da.
Hoy, tantos años después, cuando paso frente a una panadería y el olor me alcanza, se me revuelven los recuerdos como masa en tazón. Y pienso: si volviera a nacer, volvería a ser panadero.
Porque ser panadero no solo es un oficio. Es una herencia. Una manera de querer.
Y una forma muy sabrosa de vivir.
























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