FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
IXTLÁN.
El pasado viernes, mientras el sol descendía lentamente sobre los tejados de Ixtlán, tuve el privilegio de conversar con Donato Hernández, el que fuera dueño del mítico Apolo XI.
Más que una entrevista, fue un viaje hacia el corazón palpitante de una época que se resiste al olvido.
El Apolo XI, enclavado en la calle de Allende, entre Zaragoza e Hidalgo, no fue solo un inmueble: fue el alma de toda una generación.
A pesar de que nunca fui muy afecto a los bailes ni a los tumultos de las grandes celebraciones, no podía permanecer ajeno al influjo de aquel lugar. Su sola mención despertaba una mezcla de curiosidad, respeto y melancolía.
Durante décadas —desde los gloriosos años 60’s hasta bien entrados los 90’s— el Apolo XI brilló con luz propia. Fue el recinto más importante de la zona sur, rivalizando con el Club Social y Deportivo de Ahuacatlán y el Casino Tecoluta, en Jala.

Pero no se trataba solo de infraestructura o de programación: se trataba de lo que allí ocurría, de lo que allí nacía.
Era el sitio predilecto para celebrar bodas y quinceañeras, bautizos y bailes especiales.
En sus salones llenos de luz y ecos de orquesta, muchas parejas sellaron su amor, otras tantas iniciaron su historia, tímidamente, al compás de un bolero o bajo las notas nostálgicas de un grupo romántico.
Los Yonics, Los Fredys, Los Muecas, Los Strucks. Nombres que aún despiertan suspiros en quienes vivieron aquella época. Y cómo no mencionar a los talentos de casa: Apocalipsis, La Tierra, Blue Galaxy, Hawai 5-0… La lista es larga, cada uno dejando su propia huella en el alma del Apolo.
Con el paso de los años, el recinto se transformó. Fue también discoteca, con aquellas luces giratorias que rebotaban en las paredes, dibujando galaxias artificiales en las pupilas extasiadas de la juventud. El ritmo cambió, pero no la magia.
Antes de eso, cuando la calma aún dominaba la noche, el Apolo funcionó como restaurante y bar, donde se libaba tranquilamente, en un ambiente suave, de conversaciones largas y risas sinceras.
Hoy, mucho de eso ha quedado atrás. El edificio, convertido ahora en Tienda Coppel, guarda cicatrices del tiempo. Pero también recuerdos imborrables. No hay rincón de Ixtlán —ni corazón que haya latido en sus pistas— que no conserve algo del Apolo XI.
Fue un refugio, un testigo silencioso de una comunidad que sabía celebrar, amar y vivir con intensidad.
Conversar con Donato Hernández fue como abrir una vieja caja de fotografías polvorientas. Cada palabra suya evocaba un instante, una canción, un perfume, una risa.
Me descubrí sonriendo, a veces con un nudo en la garganta, otras con la nostalgia de lo que no viví, pero que de algún modo me pertenece.
Porque el Apolo XI no fue solo de los que bailaron, brindaron o se enamoraron allí. Fue, y sigue siendo, de todos nosotros. De quienes creemos que hay lugares que, aunque el tiempo se los lleve, seguirán viviendo en la memoria, latiendo en los rincones más íntimos del alma.
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