FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
En las primeras luces de los años 70, cuando la necesidad tocó a mi puerta, me dirigí a mi tío Rafael Nieves con la humilde solicitud de un lugar en su panadería.
Aceptó, y así comenzó mi viaje como aprendiz, un camino lleno de harina, trabajo duro y lecciones inolvidables.
En esa época, la panadería era un epicentro de actividad, donde cada panadero tenía un nombre, una historia, y un legado en la comunidad. Estaba ubicada por la calle Hidalgo, casi esquina con Ismael Zúñiga, en Ahuacatlán.
Fue en ese entorno donde conocí a figuras memorables como Chato Casillas, Perón, los hermanos Mares, y Elías González. También recuerdo con cariño al señor Cordero y a mi pariente Juanillo, quienes, con su sabiduría, contribuyeron a mi formación.
De la generación que vino después, aún resuenan en mi memoria nombres como Jorge Solano y los hermanos Bolaños: Chico, El Loco, y El Chino. Cada uno de ellos dejó su huella en mi aprendizaje, enseñándome que el verdadero arte del pan no solo reside en la técnica, sino en la pasión con la que se trabaja.
Uno de mis mayores maestros fue mi primo Betote Nieves, cuya paciencia y destreza me guiaron en cada etapa de mi formación.
Mi hermano Beto, cariñosamente apodado La Ñé, también fue una fuente constante de apoyo y conocimiento.
Otros grandes panaderos, como Severo Jacobo y los hermanos Carranza, Rogio y Alfredo, también compartieron conmigo sus secretos y destrezas, permitiéndome aprender el oficio desde sus raíces.
Comencé como todos, limpiando hojas, esas láminas donde se coloca el pan antes de hornearlo. Era un trabajo meticuloso, que requería dedicación y esmero, pero fue el primer peldaño en la escalera que me llevaría a dominar la elaboración de panes.
Desde los tostados hasta las conchitas, pasando por capotes, ojitos, cortadillos y bolillos, cada pieza de pan que hacía era un pequeño triunfo.
Gracias a este noble oficio, no solo pude costear mis estudios de bachillerato, sino que también logré completar mi carrera profesional.
Hoy, al evocar esos años, siento un profundo orgullo y gratitud hacia quienes me enseñaron el arte de hacer pan. Sus enseñanzas no solo me proporcionaron un medio de vida, sino que también me inculcaron valores que han perdurado en el tiempo.
Este recuerdo es un homenaje a todos ellos, a quienes ya no están y a quienes siguen siendo parte de mi historia. Porque hacer pan es más que una profesión; es una tradición que conecta generaciones y mantiene viva la esencia de nuestro pasado.
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