No, no me di mi tiempo para visitar la tumba de mi madre Geña y de mi hermano Marcos. La celebración del Día de Muertos me mantuvo bastante ocupado; aunque esto no es pretexto para no haber estado con ellos aunque sea unos minutos.
El recuerdo que mantengo de ambos, sin embargo, es perene. Con solo pasar por el huerto donde vivieron llegan a mi mente sus rostros, sus figuras, sus gustos por las plantas, por los frijoles refritos, por las albóndigas, por el caldo de res, por el pollo en chipotle, por la calabaza enmielada y muchas otras cosas más.
El año, hay que recordar, tiene 365 días más 6 horas y no necesito que sea 2 de noviembre para recordar 6 horas y no necesito que sea 2 de noviembre para recordarlos o para visitarlos en su tumba. Un día de estos voy y me siento en la lápida para conversar en silencio con ellos.
No sé cuánto tiempo me quede para reunirme con mi madre y con Marcos; pero cuando yo muera no quiero que nadie haga negocio con mi cadáver; y es mi voluntad que me velen en la sala que con muchos esfuerzos construí.
Desde mi cajón quiero escuchar las risas y los juegos de mis hijos y de mis nietos; las pláticas de mis 10 hermanos y el agradecimiento de todos a Dios por haberme permitido vivir los años a los que haya yo llegado.
A la hora de mi muerte lloraré. Bueno, lloro ya, por el tiempo que he perdido, por cada aventura que no me he atrevido a emprender, por los besos y abrazos que no he dado, por las islas y los mares que mis ojos no han visto.
Lloro por los posibles daños que he causado, por mi incapacidad para conducir correctamente a la familia. Lloro ahora por los fieles difuntos que se han ido.
No visité a mi madre y a mi hermano este Día de Muertos; ¿Es pecado eso? No lo creo, porque ellos viven en mi y conmigo.
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