La mañana que se presentó la cuenta cuentos, comenzaba a oscilar el esquilón del campanario su tradicional repique. El vértigo del templo caía derramándose en el pavimento mientras el ladino clarinete del Pitero siempre fiel serpenteaba las incógnitas astucias con el tono de lengüetas retorciéndose en el tímpano de los oídos. El avatar del aprendiz seguía sonando con batacas en el cuero viejo del tambor y una flauta ocarina, extraviada, se perdía en la comparsa de la fiesta popular.Se presentó en el Parque Morelos de Ahuacatlán, el vetusto cementerio ya soterrado; testigo de las fabulosas crónicas de unos trasnochados “Gueis”; confidente de las amistades al aire libre y los primigenios juramentos amorosos; donde llegan a secarse los viejos pensionados, todos dandis en su logia del pájaro muerto; territorio de “Pochole” que como un faro sucumbe al cabalístico cenáculo de los doce segundos de oscuridad que lo domeñan.
Todo este marco no fue montado para escena de ella; ahí estaba como el elemento de un paisaje… y llegó continental, atlántica y pacífica, a leer las coordenadas de un América Latina.
Lo anunció con su voz de primera llamada: “cuentos para chicos, medianos y grandes”.
Lo anunció con su voz de segunda llamada: “no cobro, no muerdo”.
“Claro”. Me dije con la voz interna de la tolerancia, y especté.
Mi sorpresa fue mayor cuando a flor de piel en sus palabras escuché la leyenda ayorea de La Abuela Grillo, en Cochabamba; la gran Bolivia con apelativo de nostalgia. Me quedé a escucharla, quieto también, con la atención de un infante. ¿Hablaría ahora de los drakares del amazonas o de las “simples” ganas boricuas en el remolino de Las Antillas? ¿Hablaría entre líneas de la voz profunda del Nicaragua, Rubén Darío o Cesar Sandino?; ¿Hablaría del dignísimo Guaman Poma retumbando en las alturas del Machu Pichu? ¿O del potente eco de Pablo Neruda en un atroz Valparaiso? ¿O calando más hondo… de un hemisférico Tupac Amaru?… ¿Y Anáhuac?… quizás hasta nos sorprendiera con el Ahuacatlense don Mariano Castañeda, aquel jaulero de profesión que imitaba con su silbo a todas las aves, encantándolas para atraparlas; primer cuentista y titiritero de las antiguas generaciones.
Uno y dos guajiros le escuchaban disimuladamente mientras ella se apoyaba en un monito de teatro guiñol: “el jaguar Omar” su compañero, interactuando con el público pequeño.
Luego de un interludio sacó de su repertorio otro cuento. La figura principal… el tátara tátara tátara abuelo colibrí. Jocosa y amenamente lo relató entre sonrisas de chicos y grandes.
No es una “payasita” que se mueva por la conveniencia del gobierno en turno, ni una juglar que cante lo que el rey dinero quiere escuchar; porque más allá del paradigma de sus cuentos, si uno de “adulto” logra ver el trasfondo en sus narraciones; La Abuela Grillo no es ni más ni menos que la variante de una Pachamama, Tonantzin, o Tierra Madre… Naturaleza. El tátara abuelo colibrí, un Hutzilopochtli que late todavía en el ideario subconsciente.
Más aún, si logra uno trascender todas estas capas y estructuras descubriremos, gratamente, que está tratando y ofreciendo símbolos de vida. Porque no nos habla de los súper héroes ya choteados, fritos y refritos en súper poderes; ni del héroe, agente o capo gangsteril, tan reproducido en películas y series. No nos habla con las novedades del anime nipón; ni de princesas europeas que maniatan a los niños junto a sus padres con la violencia simbólica de estos tiempos, atrofiando en primera instancia la sana imaginación.
La cuenta cuentos Colibrí, sus historias, nos hablan del agua y la lluvia, los mantos, las selvas y pampas, los bosques y las cordilleras; nos habla de los elotes y el maíz azteca; la papa inca que trepida por debajo de la tierra; de las pupas y las crisálidas, de colores vivos y de una solidaridad comunitaria, humana, que trasciende las etiquetas holísticas de todo sincretismo.
En hora buena por su quehacer de cuenta cuentos. Ha comenzado a poner el punto final a la época de los súper héroes para abrirle campo a la comunidad.
A grosso modo y ya para finalizar, he de anotar que en efecto es como si un colibrí hubiera posado su vuelo rasando sobre los matices gualdos y naranjas, pálidos a veces, entre pétalos de cempasúchil, aflorando sobre los efluvios invisibles de un Mictlán enechizado.
Se retiró del parque y, con esa intermitencia que la vida y la imaginación se guardan, me pareció ver que el colibrí guiaba en estas tierras el rasante vuelo del cóndor de los andes.
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