Francisco Javier Nieves Aguilar
Cuentan que había una vez un señor que padecía lo peor que le puede pasar a un ser humano: su hijo había muerto. Desde la muerte y durante años no podía dormir. Lloraba y lloraba hasta que amanecía. Una noche, mientras dormía se le apareció un ángel y le dijo:
— Basta ya de llorar.
— Es que no puedo soportar la idea de no verlo nunca más–, clamó el hombre.
El ángel le respondió:
— ¿Lo quieres ver?
El hombre lógicamente responde afirmativamente. Entonces el ángel lo agarró de la mano y lo subió al cielo.
— Ahora lo vas a ver, quédate acá.
Por una acera enorme empiezan a pasar un montón de niños, vestidos como angelitos, con alitas blancas y una vela encendida entre las manos. El hombre dice:
— ¿Quiénes son?–, y el ángel le responde:
— Éstos son los niños que han muerto en estos años y todos los días hacen este paseo con nosotros, porque son puros.
— ¿Mi hijo está entre ellos?
— Sí, ahora lo vas a ver.
Y pasan cientos y cientos de niños.
— Ahí viene, le avisa el ángel.
El hombre lo ve, ¡Radiante!, como lo recordaba. Pero hay algo que lo conmueve: entre todos es el único niño que tiene la vela apagada, y él siente una enorme pena y una terrible congoja por su hijo.
En ese momento el niño lo ve, viene corriendo y se abraza a él. El padre abraza a su hijo con fuerza y le dice:
— Hijo, ¿por qué tu vela no tiene luz? ¿Qué no encienden tu vela como a los demás?
— Sí papá, cada mañana encienden mi vela igual que la de los demás niños. Pero, ¿sabes qué pasa papá? Cada noche tus lágrimas apagan la mía.
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