Por la calle de Abasolo de Ahuacatlán, en una choza con techo de teja y piso de tierra, nació hace exactamente 62 años, hoy, un chiquillo prieto y feo; el quinto de los hijos que procrearon Agapito Nieves y Geña Aguilar.
El calendario marcaba 13 de agosto de 1958, Día de San Hipólito. A partir de entonces su familia empezó a llamarlo con el apócope de “Poli”; aunque a los dos meses fue llevado ante Alejo Enríquez, Juez del Registro Civil, para registrarlo como Francisco Javier. Lo mismo hicieron ante la Notaría Parroquial.
Aún así no dejaron de llamarle simplemente “Poli”; e incluso aún hasta la fecha muchos ahuacatlenses lo conocen con este mote, pero su nombre real y completo es el de Francisco Javier Nieves Aguilar; o sea, yo.
Y efectivamente, este 13 de agosto estaré dándole 62 vueltas al sol. Seis décadas más dos años y creo que hasta hoy me doy cuenta que ninguna lista de cosas que he hecho antes de morir, cuadra con mi existencia.
Muchas veces he disfrutado lo que me ha ofrecido la vida; pero otras ocasiones me ha asestado golpes tan duros que seguro se irán conmigo hasta mi tumba. Los últimos 15 años han sido crueles. Desde entonces padezco de insomnio y no hay día que calme mi ansiedad si no es con una dosis de clonazepan.
El bezafibrato, el paracetamol, el omeprazol, el complejo B y otros dos o tres medicamentos forman parte de mi vida diaria; esto es sin contar los menjunjes naturales como el aceite de roble y la glucosamina, incluyendo la espirulina y la chía, los cuales a veces mezclo con agua y avena, apio, manzana y perejil. Trato de cuidar con todo esto mi único riñón.
A veces soy presa también de lagunas mentales y hasta he llegado a pensar que el Alzheimer me acosa. De mi dentadura no quisiera ni hablar, mi pelo cada vez se torna más blanco y las arrugas van apareciendo en mi rostro a pasos acelerados.
Me da ya mucha flojera aporrear teclas. La tecnología ya me dejó muy atrás. Me da miedo manejar mis herramientas de trabajo, conozco muy poco de “aplicaciones”. Las redes sociales me asustan y si visito algún centro comercial temo perderme entre sus pasillos.
A mis 62 años no he aprendido a bailar. Soy un robot. Uso lentes para “ver de lejos” y también “de cerca”; por separado, porque si las gafas son bifocales, me doy en la madre, estoy seguro.
Pareciera ser despreciativo, pero si como frijoles, me empanzo “bien machín”. Hace ya varios años que dejé de tomar leche, porque también me produce muchos gases.
La cerveza se me antoja “de a madres”, pero me aguanto y solamente me aviento dos o tres en ocasiones especiales; aunque no son pocas las veces que he abusado para luego ser presa del cargo de conciencia.
No puedo morder ni cañas ni cocos; tampoco el chicharrón duro ni las guayabas verdes –o incluso sazonas-. Las manzanas me las como en trozos –partidos con cuchillo- y hasta los cacahuates japoneses se me dificulta comerlos.
Al despertar me levanto más cansado que cuando me acuesto, ¡Todo me duele! Y mis hijos dicen que huelo a viejito. Creo que no están errados. A veces ni yo mismo me soporto.
Hoy cumplo pues 62 años -¿Es neta?; pero cuanto más viejo me hago, más desconfianza tengo en esa doctrina que dice que la edad trae la sabiduría. Creo que jamás aprendí nada de esta vida. Con todo y ello, les digo ¡Salud!… y que Dios les dé el doble de lo que me desean.
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