
Benjamín Franklin cuenta en su autobiografía que él de joven era rudo, duro en el trato, despreciador y humillante. Y que llegó a conseguir un trato tan delicado que tuvo el honor de ser el primer embajador que Estados Unidos envió a Francia y en los círculos diplomáticos era buscado y apreciado por todos.
¿Cuál fue el secreto de este éxito? Él mismo lo dice: “Me propuse no hablar mal nunca de ninguna persona y de todos decir lo bueno que supiera. Cualquier tonto puede criticar, censuras y quejarse y casi todos los tontos lo hacen. Pero se necesita carácter y dominio de sí mismo para ser comprensivo y capaz de perdonar. En lugar de censurar a la gente me dediqué a tratar de comprenderla. Me propuse dedicarme a imaginar por qué hacen las cosas, para saber comprenderlos. Y esto es mucho más provechoso y más interesante que dedicarse a criticar y a condenar. Y de este modo de proceder obtuve simpatía, tolerancia y bondad”.
Una tentación que a todos se nos presenta es estarnos fijando en los defectos de las otras personas para luego criticarlas a sus espaldas.
Se nos olvida que “cara vemos, corazones no sabemos”. No juzgues y no serás juzgado; con la misma medida con que tú mides serás medido”.
Cuando yo escucho a una persona que está criticando a otros, me pongo a pensar que si así se comporta delante de mí, tal vez estando yo ausente se pondrá a criticarme a mí.
Yo he conocido a personas a quienes nunca las he escuchado alguna crítica de nadie y digo: Yo quiero ser como esas personas.
Hay que decir siempre lo bueno que sabemos de los demás.
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