Ayer mientras dormía tuve un sueño imposible; quizá lo pensé con tanta vehemencia que después de un tiempo sentía como la fantasía fluía de mi cuerpo, como mis ojos emanaban una luz intermitente, más tarde sabría que era la flauta de la esperanza, la que con su canto hacía danzar mis pupilas. Cuando desperté estaba sudando magia, cuando desperté estaba en un mundo sin vida, y… ¿saben que hice? Decidí dejar de soñar lo imposible. Y no, no para olvidar aquellos diamantes intangibles, sino para dar vida a través de ellos.
Había una vez… un corazón pulcro e impetuoso, nacido entre penumbras, bautizado con sangre frente a los aposentos y trincheras de un México indolente, en las postrimerías del Siglo XXI. Un corazón palpitante, una vida, un reacio hombre que moría de sed y hambre de lucha; engendrado en medio del tentativo fango del pecado, hijo de todo y de nada, de una madre cuya promiscuidad era paradigma de elegancia. Los más bajos deseos carnales convertidos en la vorágine de tan sublime princesa, y un padre robusto, alienado, empingorotado e incrédulo. Un dandy.
Los ojos de Francisco eran tan penetrantes como el olor a pólvora segundos después del disparo, pero al mismo tiempo inocentes como un felino cauteloso acechando a su presa. Ojos negros, cabellos andrajosos pintados finamente de estiércol, con tintes del hosco sentir de un carroñero. Piel morena, hombre gallardo, fornido e insaciable.
Un México tempestuoso, ajetreado, un lugar donde la música eran tétricas notas de niños y madres sin consuelo, avenidas funestas con olor a muerte y smog.
El caballero cruzando un camino de sudor y lágrimas, un camino con millones de pasos perdidos. Llegó a casa, su esposa e hijos lo esperaban, su morada estaba en el más recóndito lugar del planeta, tierras profanadas por la teocracia fantástica, por dioses terrenales. Rápidamente abre con arrebato un mísero pedazo de cartón y salta al vacío, un salto de más de 6 metros, una fuerza de voluntad de allí al cielo; desaparece. Ahí sólo había oscuridad. Recupera el aliento y continúa caminando.
― ¡Papá! Le sorprende su hijo desde atrás, tímido, bajo las celestiales faldas putrefactas de su madre. Alta costura de un mundo que se tropezó en la corrupción y cayó en el caos. Ella permanecía en el suelo. Tenían un varón y una pequeña princesa, quien usaba el maquillaje más caro, un precioso polvo del muro de tierra, un maquillaje de pared. Ellos conservaban las facciones de su padre, tenían el rostro moreno y el alma negra. Vivían siempre en las catacumbas, solo Francisco salía a conseguir reliquias alimenticias para sobrevivir. La radiación afuera podría matar sutilmente a sus hijos. Allá afuera estaba el infierno.
― ¡Cristo! Así es como le decían todos, como un halago exuberante de la minúscula adulación, una exclamación que guardaba un rezo de esperanza. ―Ven aquí campeón. Cristóbal corrió a los brazos de su padre, pronto tenía ya a dos niños encima. Sofía lo tomó del cuello y le dio un ardiente beso en la mejilla.
― ¡Te quiero papi! –Exclamó–. Francisco sacó un pedazo de pan y se los ofreció a sus hijos; esta no era comida de la muerte, la muerte degustaba el arte culinario de la burguesía. Mientras sus hijos devoraban el pan, su esposa lo observaba con una inútil admiración e inquietante resignación; ella era una reina, una ferviente musa del hombre, sin cabello, sin piernas, con el rostro quemado, como si un pintor psicodélico hubiese usado como lienzo su cara. Ante aquella figura Francisco no pudo evitar recordar el catastrófico momento en el que su esposa se sacrificó, como tal vez toda madre lo haría por sus hijos.
― ¡Auxilio! –Gritaba–. ¡Auxilio! Tenía días ahí, tirada, sin poder moverse. Un bloque de concreto le había cercenado las piernas, el sol se divertía, hasta parecía inspirado al pintar la escena más famosa de la historia, el de una mujer desfigurada, la radiación se encargo de terminar el trabajo al dejar en su piel una capa de pintura indeleble. Francisco llegó al lugar, se paralizó por un momento, su grado de estupefacción congeló todo su cuerpo, no podía creer que esa fuera su esposa, al instante pensó también en sus hijos, reaccionó poco después, y, corriendo hacia ella, se percató de que sus brazos abrazaban un gran puño de tierra. Desconsolado tomó su mano, y alejó el cuerpo exánime de aquella pequeña montaña en el suelo, empezó a escavar hasta que sus manos sangraron. En uno de los bordes miró un hoyo, se asomó por el y ahí estaban sus dos hijos. Cristóbal tenía en sus manos a la recién nacida Sofía. Francisco sacó a sus dos hijos del fondo del abismo, entre lágrimas le dio un beso a su amada y sus pasos se alejaron de ella, hasta que algo lo detuvo abruptamente. Escuchó una voz, una voz que decía su nombre, la reina estaba viva. Francisco salvó a María. No soportaba verla sufrir, pero nunca fue una opción dejarla morir. Ella era un ángel que no merecía estar en el infierno. Ese día el se compró la corona de héroe.
El rey Francisco se arrodilló junto a sus hijos, recogió un poco de las sobras del pan que habían dejado los pequeños y se acercó a su amada para dárselos, ella al instante comió de su mano.
― Te amo. Escuchó decir de la boca de María; y eso le bastó. Eso comió, eso le llenó el vacío en su estomago y también en su corazón, porque sí, el vivía del amor.
Comían y dormían, dormían y comían, siempre era de noche, pero no una noche cualquiera, era la peor de las noches, había un horrible silencio, no como el silencio que te trae tranquilidad, este era un silencio angustiante, era más que nada agonía, no hay crepúsculos, hay penumbras, hay sombríos y escalofriantes lapsos de tiempo bajo tierra.
Unas únicas palabras de Francisco armonizaban el momento cada noche:
― Un farol es esa estrella,
Un lucero en tu interior,
Esperemos que mañana,
Ya podamos ver el sol.
Amén.
Hoy desperté más cansado que nunca, pero no puedo rendirme, tomo mis cosas y empiezo a escalar por el muro que me llevará a la salida. Es una pared rocosa con pequeños orificios que hacen de la subida algo difícil. Logro por fin tocar el precipicio, abro el cartón, lo suficiente para cruzar, solo hace falta un ligero impulso y estaré en el infierno una vez más. Justo cuando estoy a punto de salir, escucho a lo lejos una voz melodiosa, una voz que nunca olvidaré, la voz de mi hijo.
― Papi. Es Cristo hablando desde abajo. Dejó la entrada abierta en su totalidad. Bajó lentamente hasta encontrarme con mi pequeño.
― Hola Cristo, ¿Qué haces despierto?
― Tenía frío, no encuentro a mi mamá por ningún lado, ¿sabes a dónde fue?
Francisco se queda atónito, sin habla.
― Debe estar donde todos quieren estar, pero a donde sólo ángeles como ella pueden llegar. Él hombre busca la mirada de su hijo, sin embargo, su vista está centrada en algo fabuloso.
― ¿Ya la viste papá? Dice el niño señalando la salida. ― ¡Es la estrella!, ¡es la estrella! Sus hijos soñaban con lo imposible, querían alcanzar las estrellas, ver la luz. El construyó un farol y lo colgó de una rama que colgaba cerca del lugar, de alguna manera tenía que darles a sus hijos algo en que creer, para tener fe y así poder vivir, de lo contrario estarían muertos, perdidos en la confusión de lo incierto, de alguna manera, sus hijos… tenían que alcanzar una estrella.
― Sí hijo, es la estrella de tus sueños, te está esperando, algún día la alcanzarás.
Se me partió el corazón al ver los ojos de mi pequeño, pero llegó la hora de ir a la batalla, es la última guerra, el último sacrificio, mi final. He vencido a los mejores guerreros, luché contra la muerte y no sólo le gané, le seguí ganando una y otra vez. He sentido el dolor más profundo acariciándome la piel, apacible y fatal dolor del que no quisiera ser adicto. El hombre tiene que pagar por lo que hizo. Me he arrodillado ante el mundo, ya escupí sangre por un insensible perdón. No se que pasará con ellos, pero estoy tranquilo, estoy en paz, yo ya voy a alcanzar mi estrella, moriré hoy, se que moriré hoy, porque hoy voy a enfrentar a la muerte por última vez, la he visto a la cara, he jugado con las cicatrices de la mortalidad, me he tragado la piel de su cuerpo. Yo he ganado ya, les di un mundo a mis hijos y solo me costó la vida.
― Adiós Cristóbal.
― Adiós papá.
“El mundo es tuyo Cristo, ahora eres el rey”
“Alcanza la estrella”
“El farol es esa estrella, un lucero en tu interior”
El joven Cristóbal despertó después de tanto dormir, miró a su alrededor, dio unos cuantos pasos, tropezó con algo y no pudo evitar caer. Tropezó con el esqueleto de su madre. Un par de lágrimas se dispararon de sus ojos, tomó su mano, le dio un cálido beso, e instantáneamente se desintegró. Observó otro cuerpo tirado en el suelo, corrió hacia el, era su hermana, tomó su pulso, ella aún vivía.
Se acercó temerosamente al muro, observó la salida, y comenzó a escalar sin dejar de mirar aquella estrella.
― Mamá, papá, el farol es una estrella, un lucero en mi interior, no esperemos más mañana, hoy ya puedo ver el sol…
Hoy volví a soñar con lo imposible, y si bien hay miles de estrellas en el universo, yo quiero alcanzar solo una, porque las demás, las demás ya tienen nombre y apellido.
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