En la tarde templada y pálida recorrimos los pasillos. Visitamos las tumbas de algunos familiares, conversamos con diversas personas; con fulano y con mengano, con zutano y perengano.
Forzoso el tema: Y cuando yo muera ¿Cómo será mi tumba? ¿En cuál punto sepultarán mis restos?
Regresamos a casa al oscurecer. Juan, mi yerno, renegaba por el empate entre el Atlas y el América – su equipo del alma –. Yo me recosté unos momentos en el moderno sillón que el señor Ramón Arvizu le regaló a la familia. Reflexioné entonces:
Cuando yo muera no quiero que nadie haga negocio con mi cadáver; y es mi voluntad que me velen en el remedo de sala que con muchos esfuerzos construí.
Desde mi cajón quiero escuchar las risas y los juegos de mis hijos, las pláticas de mis 10 hermanos y el agradecimiento de todos a Dios por haberme permitido vivir los años a los que haya yo llegado.
Yo, por mi parte, a la hora de mi muerte lloraré. Bueno, lloro ya, por el tiempo que he perdido, por cada aventura que no me he atrevido a emprender, por los besos y abrazos que no he dado, por las islas y los mares que mis ojos no han visto.
Lloro por mi actitud pusilánime, por mi cortedad para decirle a mis hermanos que…. ¡que perdimos mucho tiempo!, que el maldito orgullo se irguió por encima de nosotros. Lloro por los daños que he causado, por mi incapacidad para conducir correctamente a la familia. Lloro ahora por los fieles difuntos que se han ido.
No me nace llevar una corona; no me nace llevarles una flor; “¿Es pecado eso?… porque otros vendrán, verán lo que no vimos. Yo ya ni se. ¿Por qué nacimos?, ¿Para que vivimos?
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