Había una vez un científico sumamente inteligente que descubrió el arte de reproducirse a sí mismo tan perfectamente que resultaba imposible distinguir al original de la reproducción.
Un día se enteró que andaba buscándole la muerte, entonces decidió hacer doce copias de sí mismo. La muerte, confundida, no sabía cómo averiguar cuál de los trece ejemplares que tenía ante sí era el científico original, de modo que los dejó a todos en paz y se fue a meditar.
La muerte no tardó mucho tiempo en regresar, pues era un experto en la naturaleza humana y se le ocurrió una interesante estratagema. Se dirigió de nuevo con el científico y le dijo:
- Reconozco que es usted un genio, señor, pues ha logrado tan perfectas reproducciones de sí mismo que realmente me ha confundido; sin embargo, he descubierto que su obra tiene un defecto, un único y minúsculo defecto.
El científico, sintiéndose descubierto y un poco ofendido pegó un salto y gritó:
- ¡Imposible!, ¿dónde está ese defecto?
- Justamente aquí, en su ego, en la falta de sencillez y humildad, –respondió la muerte mientras tomaba al científico de entre sus reproducciones y se lo llevaba consigo–.
Reflexión: con frecuencia nos gana la vanidad, el orgullo, la soberbia. Tenemos que servir a Dios, no con el propósito de hacer valer luego unos derechos adquiridos, sino con amor gratuito de hijos, con un verdadero espíritu de sencillez y humildad, reconociendo que lo que somos o lo que tenemos no es sólo fruto de nuestro esfuerzo o de nuestro talento, sino que viene de Dios y de la poca o mucha ayuda que nos han brindado los demás.
La genuina sencillez y humildad nos invita a reconocer la inmensidad de lo recibido y lo poco que hemos agradecido.
Discussion about this post