“Te llamo o me llamas, ¿sale?”, fueron las últimas palabras que le escuché decir a Güicho, hace poco menos de 15 días. Esa vez no hubo ni abrazos ni apretón de manos. Nos despedimos alzando la diestra, pero con el compromiso de platicar otra vez para una posible transmisión por Facebook Live.
El tema que momentos antes habíamos abordado fue el de “los gorditos” y sus problemas cotidianos. Fue una entrevista pactada. El diálogo se desarrolló con el debido respeto que ambos siempre nos profesamos.
El domingo pasado recibo la noticia nada agradable. “Güicho está internado. Lo llevaron de urgencia al ISSSTE”, me dijo su primo Jaudiel González, el regidor.
Solicité informes y autorización a su familia para escribir una nota. Accedieron, pero de ahí en adelante fui presa de la intranquilidad. Quería escuchar buenas noticias. Saber que ya había abandonado el hospital y que solo hubiera sido un susto.
Mantenía la esperanza de volverlo a ver y dialogar, de esto, de aquello y de lo otro. De hecho quedó pendiente una grabación que el mismo Güicho propuso. Al parecer deseaba confesar algunas cosas de su vida, “para cuando muera, la gente sepa muchas verdades”, me habría dicho una vez. Nunca llegó ese día y me duele mucho no haber coincidido en tiempos.
El martes al atardecer pregunté otra vez por su estado de salud. La intranquilidad seguía y sigue lacerándome. Por eso me engullí mi dosis de clonazepan. Aún así me fue difícil conciliar el sueño.
El sol apenas despuntaba, ayer, cuando en eso me dieron la infausta noticia. “¡Se murió Güicho”!, escuché entre sueños. Mareado, somnoliento, sacudí mi cabeza y pregunté: “¿Qué dices?”. De inmediato indago en las redes sociales solo para comprobar que, efectivamente, mi entrañable amigo, Luis Emilio González Macías, había fallecido.
Fue Güicho un amigo de verdad; no solo mío, sino de toda la familia. Creo que el cariño fue recíproco. Sentía su dolor cuando pasábamos por malos momentos, como cuando le diagnosticaron a mi hijo Omar, insuficiencia renal. Preguntaba constantemente sobre sus tratamientos de hemodiálisis y siguió paso a paso el protocolo del trasplante, al igual que como ocurrió con mi esposa.
Lo vi sufrir cuando perdió a su padre Enrique. Lo vi llorar cuando murió su hermano Carlos. Percibí su inmensa preocupación cuando su mamá Bertha se enfermó; y a mi dolía mucho mirarlo en ese estado. Platicábamos de nuestros problemas y tratamos de brindarnos consuelo.
¡Ufff!, ¿Cómo olvidar aquella vez que me vi envuelto en una terrible crisis emocional?… Güicho y su primo Jau me tendieron la mano de inmediato. Si no hubiese sido por ellos quizás hubiera cometido yo alguna locura. Ellos me salvaron.
Dejaron sus “quehaceres” y me buscaron por todas partes. Llamaron a mi celular no menos de 30 veces. Yo quería desconectarme del mundo; pero gracias a ellos logré superar aquella crisis.
La casualidad y obviamente Dios hizo que nos encontráramos en la esquina de Hidalgo y 20 de Noviembre. Yo caminaba sin rumbo fijo, abstraído, enajenado. “¡Polinié!, ¡Súbete! ¡Vamos a dar la vuelta!”me dijo Güicho en tono suave pero con un dejo de ruego.
Al poco rato nos vimos circulando por la carretera internacional. Pensé que me llevaría a tomar una cerveza o a distraerme en alguna comunidad. No; la camioneta siguió rodando hasta pararnos en una finca de la ciudad de Tepic, hacia el sur.
En el trayecto, Güicho y Jau me escucharon llorar. Note su preocupación por mí, como lo verdaderos amigos. “Ven, me dijo. Aquí te va a consultar un médico de mis confianzas”, me dijo Güicho. Transcurrida una hora salí del consultorio, transformado y con otra actitud. Él pagó los servicios del galeno.
Regresábamos a Ahuacatlán cuando se estacionó en un restorán de mariscos. Güicho y Jau querían verme totalmente cuerdo, positivo. Lo consiguieron y eso lo voy a guardar siempre en mi mente, ¡Hasta que muera!
Compartimos muchísimas anécdotas. Hablábamos de una y mil cosas; de temas políticos, del mundo taurino –su gran pasión– del quehacer cotidiano y en fin; pero el respeto siempre estuvo por delante.
Gocé y disfruté de su humor blanco, porque Güicho así era, espontáneo, ágil de pensamiento, ocurrente. Varias ocasiones lo acompañé a presenciar corridas de toros, en Tepic, en Guadalajara, en Aguascalientes. También fuimos muchas veces al volcán El Ceboruco. ¡Ah!, esos viajes a las ganaderías me quitaban el estrés y aquel paseo que hicimos a la isla de Janitzio –aprovechando por cierto una visita a una ganadería– también será inolvidable.
Güicho, con su partida hacia el reino del Señor, me deja sumido en la tristeza. No lo puedo evitar y, mientras escribo estas líneas no puedo evitar que escurran mis lágrimas. Hará mucha falta en la familia. Por eso, desde aquí elevo mis oraciones y grito desde el fondo de mi corazón: ¡Que viva Güicho!
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