Entre la hojarasca espesa, sorteando veredas y caminos, bebiendo de vez en cuando la deliciosa agua de los arroyos, arribamos hasta la cima de la montaña. Desde ahí se podía observar el caserío de algunas comunidades pertenecientes al municipio de Amatlán de Cañas.
La gente conoce a esa colina como el “Cerro Bola”, y es la más alta de la Sierra de Pajaritos. Dicen que por ahí está la línea que divide a los municipios de Ahuacatlán y Amatlán de Cañas.
La magia de su flora y fauna, el silbido del viento, el olor a pino y roble y el silencio que reconforta el alma, atrae a cualquier ente terrestre.
Yo quedé fascinado la primera vez que fui y fue un día del mes marzo si mal no recuerdo. Cursaba en ese entonces la preparatoria, segundo grado. En el grupo había compañeros que al igual que yo amábamos la naturaleza. Correr por entre los árboles, cantar las canciones de moda, de Napoleón y de Mocedades, escuchar el canto de los pajarillos, convivir y bromear entre sí, deglutir los tacos paseados, la fruta silvestre, observar el agua que corre.
Chicho Zavalza, José Arciniega, Alberto Hernández, Juan Reynosa, Luis Nieves –mi hermano–, y el líder y guía del grupo, Alfredo Ibarra, entre otros, conformábamos aquella pandilla, todos integrantes de la primera generación de la Prepa 8 de Ahuacatlán.
“Nos veos en mi casa; salimos a las cinco de la mañana”, recuerdo que nos dijo Alfredo aquel día. Todos fuimos puntuales. Queríamos vivir la aventura, disfrutarla, aprender y conocer el esplendor de la naturaleza. Alfredo nos había prevenido en la víspera, “Lleven agua, abrigos, lámparas, cerillos, huaraches o zapatos de suela maciza y lo más ligeros posible. Yo me encargo de los alimentos”. Yo incluí un pequeño radio en color verde, General Electric, pila cuadrada
Aprovisionados todos, dejamos el pueblo para enfilarnos luego por las veredas que se encuentran “arribita” del panteón, a un costado del tiro al blanco, y entre las bromas y el comentario chusco continuamos caminando hasta llegar al punto conocido como “La toma de agua”.
Jóvenes en ese entonces, podíamos resistir, digamos, dos, tres, cuatro o hasta siete horas continuas caminando sin parar. En el trayecto divisamos al menos tres venados correteando por entre el monte. Conejos, ardillas, iguanas y muchas lagartijas se atravesaban en el camino.
La hojarasca nos provocó algunas caídas. Nada de consideración, pero después de no sé cuantas horas llegamos hasta la cúspide del Cerro Bola, es decir, a la parte más alta de la Sierra de Pajaritos.
Hacia el sur pudimos observar algunos poblados del municipio de Amatlán de Cañas. Instalamos nuestro campamento bajo un roble. Descansamos unos minutos y enseguida nos dispusimos a comer, ¡Qué tacos tan deliciosos!, jugos enlatados y unos dulces “Tomy”. Por la noche bebimos café de olla acompañado con galletas de animalitos.
Tres días –con sus dos noches– permanecimos allá en el monte, en plena Sierra de Pajaritos; lejos del bullicio, del ruido que contamina los sentidos y del aire que intoxica los pulmones. Cansados, nos acostábamos escuchando la XET de Monterrey o Radio Mil, entre otras estaciones famosas de aquellas épocas.
… Nomás el recuerdo queda, dijera Antonio Aguilar. Hoy resulta peligros desplazarse hasta esos lugares. ¡Cuánto extraño aquellos tiempos!
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