Mi celular – bastante viejito, por cierto – empezó a repiquetear. Dejé por un momento los teclados para responder a la llamada. Era Omar, quien me solicitaba unos datos que requería para su portal de noticias. Puse el altavoz y continué escribiendo
Acababa de saborear un aromático. Sobre el mismo escritorio dejé la taza vacía cuando en eso sentí deseos de descargar la vejiga. Omar y yo seguíamos platicando. Algo me preguntó y yo traté de responderle al tiempo que me ponía de pie para ir al baño.
Pensando en no interrumpir la plática, tomé la taza vacía y continué la charla. No sé qué demonios pasó. Totalmente distraído, le hablaba a la taza ¡Creí que traía mi celular! De pronto reparé en mi error y de inmediato regresé al escritorio. Me moría de risa con este hecho chusco sucedido momentos antes. Omar dijo estar totalmente desconcertado y me explicó que solamente escuchaba cómo mi voz se iba alejando. Los dos reímos, aunque después empecé a preocuparme. El suceso no hizo sino confirmar el paulatino deterioro de mis cinco neuronas.
Dos días después volví a confirmarlo. Esta otra vez sucedió que me llevé el teléfono inalámbrico a la plaza, es decir, al centro. Habíamos recibido una llamada en casa y yo fui el encargado de responder, pero de nueva cuenta mis neuronas volvieron a fallar, pues luego de colgar me eché el teléfono al bolsillo derecho y así me fui al centro. Allá fue donde me di cuenta de esta terrible omisión que deja al descubierto la afectación que me causa el paso de los años.
¡Peor se las cuento!… Hace escasos tres días acudimos con mi hermana Ana para echarnos una partida de póker. Comenzamos a jugar, pero antes, mi cuñado Ramón nos ofreció té y galletas.
Sobre la mesa había dejado algunas monedas y a un lado las galletas. Revisaba los naipes y al mismo tiempo sorbía el té y me engullía alguna galleta. En una de esas ¡Zaz!, que me echo a la boca una moneda de a peso, ¡Guácala!… ante la mirada incrédula de las otras personas que rodeaban la mesa prácticamente escupí el pequeño círculo de metal. Todos se burlaron, mientras que yo quedé rojo de vergüenza.
¡Ah!, y no se lo cuenten a nadie, pero ayer, después de jugar un encuentro de futbol – categoría Supermáster -, en Ixtlán, regresé a mi domicilio de Ahuacatlán, me metí a la ducha y, ¿Qué creen?, ¡Se me olvidó ponerme las trusas!; solamente me encasqué el pantalón, me quedé unos minutos en la sala y posteriormente salí a la calle, ¡Sin calzones!
Me sentía un poco raro al caminar. Algo no encajaba en mi cuerpo. Me senté en una banca y fue ahí donde me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. El metal helado traspasaba hasta mi piel. Lo primero que hice al levantarme fue verificar el zíper. Afortunadamente estaba en su lugar.
Con todo lo anterior no me queda más remedio que admitir que me estoy haciendo viejo. Incluso hay veces que quiero escribir sobre tal o cual tema, pero a la hora de sentarme aquí enfrente se me olvida. ¡El Halzheimer me acosa!
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