- Lejos de presentar a una nueva revelación en el mundo de la literatura de nuestra región, quiero recomendar a un gran ser humano que tiene la sensibilidad para poner en alto este arte de hilvanar las palabras y reconstruir historias desde la inopia, que es de donde azarosamente suelen salir los grandes hombres. — OMAR G. NIEVES.
- — Por: IVÁN MÁRQUEZ DOSIER —
La viuda lava sus trastes… los de ella y donde ha tomado leche su niño. Ida en el blancor de las porcelanas, en la profundidad inerme de las ollas y cacerolas; navegan sus dedos entre agua, jabón y espuma.
La cuchara de acero inoxidable, larga, de honda concha con que alguna vez hicieran la birria de chivo para su boda, resbala lubrica entre las pompas de sus manos donde corren supersticiosas las líneas gitanas del amor el dinero y la salud. La ase accidental encajándose el cabo en el vientre para que no caiga. Se detiene un instante… menos, ni un segundo. Y recuerda. Recuerda tantas cosas para un tiempo que no le es suficiente. Recuerda cuando conoció al hoy occiso. Se hontana más la nitidez de su mirada ahora ligeramente ladeada, como si tuviera sobre el cuello los dientes de un amante insaciable. Pero no hay nadie.
Pasa a preparar la comida y no deja de llamarnos la atención como la aguda flama extraída de una caja de clásicos cerillos tornase gruesa lengua de fuego vivo en la parrilla de la estufa, palpitante, para envolver el mental y elevar la temperatura de los líquidos en su interior hasta hacerlos caldos… fideos, el menú.
Reclina una siesta felina sobre el sofá de tallada piel, roído por las polillas de madera. De un lado, la cuna de su criatura inofensiva.
No sabe que le vemos, no sabe que le desvelamos el sueño, mi mejor amigo y yo; un sabueso de orejas caídas que siempre anda pegado conmigo.
Atención que se levanta y entra al baño en interiores. Ahora la envuelve el agua resbaladiza que le entra por los poros de la piel chinita y un fino vapor pliega al biombo con humores voluptuosos, con un efluvio manado desde sus volúmenes en la regadera… se está bañando y algunas gotas indecisas detienen su caída en las voluptuosas curvas del final de su dorso arqueado; les da la vida en el momento más longevo después de haber surcádole las dimensiones de su espalda, antes de sucumbir inevitables al resumidero enjabonado que se conecta al vórtice del caño. No sabe que la vemos con el vivo jadeo entre quijada y hocico, babeando por una falsa celosía vertical.
Húmeda entre las toallas de algodón regresa al armario, busca para decidir entre vestidos de holanes discretos, pantalones, huaraches de finas correas, zapatos o zapatillas. La silla frente al espejo media luna le espera, con una faraónica exhibición de bisuterías, frascos y pomitos. No sabe que se arregla para nosotros.
La tarde deja caer las sombras estiradas al tope de las montañas, en un peso de plomo dúctil para sellar su nudo a la noche. Con una brisa de colonia, atomizada en el pulso donde nace la muñeca, llena el cuarto para las dos que es donde el tiempo quedó detenidos en el reloj que pende una cuerda en el muro y queda impregnado el espacio de una fragancia como de alcatraz cortical. Casi las ocho en el tiempo real y el mirlo todavía le canta posado en los azahares del mandarino. No caberá la menor duda de que saldrá ésta noche… y digo bien claro caberá y no cabrá porque ésta última palabra deriva de los antílopes rumiantes, de las cabras. Y ella no es cabrona, cuando mucho en la encarnación habrá sido una linda gatita, una huraña felina. Caberá viene del verbo “caber” conjugado en una acción futura. Así pues no caberá la menor duda para ésta ya noche dominical que saldrá enfundada su preciosa anatomía de valquiria en el hambre de un pantalón blanco; y retocará entre polvos sonrosados el filo primoroso de sus rasgos mestizados.
Ahí va luego de cerrar las puertas negras y echar la llave en el interior de su bolso; va con sus dos puños sujetos al mango de la carriola, bregando sobre ruedas en el pavimento de la veinte. Las luces amarillas y verdosas de las lámparas en los postes la envuelven delatando su presencia de pasos firmes que sostienen sus pantorrillas, sus piernas, sus muslos dirigidos con el objetivo de un helado en la peletería, una dulce rebanada de pastel tres leches en los portales para el niño, una tostada de pata en el puesto de Yareli, con lechuga tronadora deglutida entre sus dientes, con el nervio cocido desbaratado en la opresión de su boca entre las papilas y un marítimo paladar de sabores.
Cortesana, detiene su paso enhiesto sobre las agujas del par de zapatillas en que anda el empeine desnudo, amarrado por las correas de una piel de charol. Es la mastodonta de Lupe la que le ha parado, todo para curiosearle el niño:
- “Ay pero qué grandote está”.
Sin saber decir otra cosa.
Es diestra en las artes del chismorroteo… pero nosotros sabemos que finge bien.
Va de vuelta al nicho vacío. Es por demás hogareña, es por demás todavía una fiel esposa; son estos sus pasatiempos sus descansos para soportar el peso de saberse viuda.
No sabe que la hemos seguido todo el día y que ahora le acompañamos, sí, a morder la noche, a ventear las sensaciones supra natura. Mañana… mañana será otro día.
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