Omar G. Nieves
(Con arreglos de estilo de Mario Coz)
Aquella madrugada del 09 de marzo, hace 28 años, buena chamba les di a las enfermeras del hospital general de Ixtlán del Río, que ayudaron a traerme a este mundo. Todo para que les pagara con un solo de trompeta que ni Louis Armstrong. ¡Qué chillido!
Desde entonces buena lata les he dado a estas nobles y abnegadas seguidoras de la madre Teresa.
Quizás, de haber sabido lo molón que iba a ser, escogen otra carrera.
Tengo en la mente aquel frío día de 2008, en el mes de noviembre. Las enfermeras de hemodiálisis nos desconectaban de la máquina apresuradamente para limpiarlas, montarlas con nuevo equipo y volverlas a usar en media hora para otra sesión con más enfermos.
Tenía yo poco con una fístula en el brazo izquierdo como conducto para sacar y meter la sangre que se limpiaba en los filtros. Me sentía como toro embanderillado, además del hambre que te provoca el tratamiento de hemodiálisis.
La impaciencia de estar en tal circunstancia me hizo hacer lo primero que me prohibieron mis enfermeras: reincorporarme precipitadamente del sillón en donde estaba recostado. Me senté de súbito, y al erguirme un poco, tremendo calambre en el pie derecho me hizo hacer otra cosa que tenía vetada: mover el brazo donde tenía la fístula, acto que hizo tronar la vena donde se incrustaba la aguja.
Ya no pude hacer más, en ese instante todo dolor –el de la aguja y el del calambre– desapareció. La mente se me nubló, mas no lo suficiente para no darme cuenta de lo que pasaba a mi alrededor, pese que ya nada escuchaba; tan sólo percibía –como entre sueños– el mover acelerado de las enfermeras, mis lindas enfermeras, que, afligidas y hasta llorosas trataban de hacerme volver en sí.
Aplicaban medicamentos directos al torrente sanguíneo, hablándome cosas que yo no entendía, porque en ese momento mi ansia era gritar, y lo que gritaba en mi pensamiento era ver a mis padres por última vez. Todo en vano, no había comunicación: ni escuchaba ni podía pronunciar palabra alguna, pese a todo mi afán por ver a mis viejos y despedirme de ellos.
Entonces rogué a Dios, a mi Dios. Le supliqué con todas las fuerzas del corazón volver a ver a mis papás, que afuera esperaban impacientes. No les habían permitido la entrada debido a lo saturado del lugar con otros pacientes canalizados.
Pedí perdón por mis faltas habidas y por haber, en rápido examen de conciencia, y encomendé mi espíritu. Entonces se apoderó de mí una gran tranquilidad, conforme la oscuridad me invadía. Igual a echarse a dormir exhausto, sin ningún tipo de preocupación o pendiente qué resolver. Había vencido mi temor inicial.
Tuve un sueño un sueño hermoso, el más hermoso que he tenido en mi vida. Y luego, no supe cómo, desperté. Las enfermeras se veían tranquilas, la convulsión había pasado, y poco a poco recobré mis sentidos.
“¡Qué susto nos diste Omarcito!”, me dijo Adela. Un compañero a mi lado se limpiaba una lágrima. La emoción o cercanía de la muerte hace aflorar el sentimiento. Lety me pidió no volverlo hacer más, y poco después me dijo que ya no me quería ver ahí, que apresurara el proceso del trasplante. Otra espléndida enfermera, Xóchitl, me deseó lo mismo.
Eso fue en noviembre, pasó diciembre, y en enero hace ya casi un año, me hicieron el trasplante de riñón; pero bien saben todas las enfermeras que me han atendido que nunca olvido su día; pues si los doctores son mis héroes, ustedes, mis lindas enfermeras, son mis heroínas.
Mi más sincero reconocimiento, gratitud y estima a todas las enfermeras que son las que nos reciben en este mundo, las que nos despiden, las que nos hacen sobrellevar las enfermedades con dignidad, las que nos brindan su corazón en el cuidado de la salud. Salud, que ya nos veremos.
Discussion about this post