Francisco Javier Nieves Aguilar
La música seguía tocando. Yo me sentía confundido. Toda la tarde había reído; pero también hablé, hablé y hablé, ¡quien sabe cuántas cosas! Sentía que mi estómago iba a reventar. Para entonces, las carnitas, los chicharrones y demás “botana” me causaban repugnancia.
El cansancio y mi mente obnubilada empezaban a doblegarme; “creo que debo irme a casa”, debí haber pensado. Quise levantarme de mi silla, pero sentí que todo me daba vueltas. Las paredes, las ventanas, los rosales, ¡todo parecía girar vertiginosamente!
Intenté caminar, pero a los dos o tres pasos derribé una silla. Tambaleante, me dirigí a la puerta de acceso. Ni siquiera pude dar tres pasos. Toño Romero advirtió mi estado, nada conveniente. Me sujetó del brazo e hizo que me sentara otra vez. De no haberlo hecho seguro hubieras caído al piso.
Esa fue mi primer “borrachera”, ¡Y me cai que sentí bien gacho!, más aún al siguiente día; con una sed enorme, el estómago “revuelto” y un malestar general indescriptible. Los efectos de “la cruda”, pues.
Corría el mes de mayo; allá por 1987. En aquel entonces me desempañaba como secretario del trigésimo ayuntamiento de Ahuacatlán. Plácido Rodríguez era el presidente y ambos habíamos asistido a un convivio con la unión de tablajeros –en aquellos tiempos era esta una agrupación sólida, fuerte–.
Toño Romero fungía como inspector de ganadería, o algo así; y el caso es que, de pronto, nos apersonamos en el caserón de la familia González, situado por la calle de Morelos, casi esquina con Libertad, a una cuadra de la plaza de toros. La relación entre los expendedores de carne y nosotros era más que excelente; por eso fue que se organizó ese convivio.
Por aquellos días estaba en vísperas de cumplir mis 29 años y, si mal no recuerdo llevaba hasta esa fecha exactamente 77 cervezas consumidas. La primera que tomé fue cuando cursaba el segundo año de prepa; en tercero me “aventé” otra; luego proseguí con otras cuántas en los tiempos que jugaba fútbol con mi equipo del alma, “los panaderos”. Pero eran esporádicas; una cerveza cada tres o cuatro meses, solo para mitigar el calor.
En realidad nunca me han gustado las cervezas, sino el efecto que estas producen. En fin. Decía que para 1987 llevaba consumidas 77 cervezas, pero a partir de ahí perdí la cuenta; aunque solo me he puesto dos borracheras en mi vida.
La primera fue esa vez, en un convivio con los tablajeros como lo señalé anteriormente. Había cerveza “a morir”, pero en las mesas también se colocaron varias botellas de “Presidente” –cuya bebida andaba de moda–.
Las carnitas y chicharrones abundaron. Había también “botana” de todo tipo; y, quien sabe cómo estuvo; pero creo que bebí de todo. Me “crucé”. Mi cerebro se trastornó… Creo que no he sido un buen conversador, pero esa vez hablé de más; y cuando quise reaccionar ya estaba briago.
El tesorero, Gilberto Ríos Arroyo, tuvo que solicitar la presencia de la policía para que me llevaran a mi casa. Alguien me condujo hacia la puerta. En realidad no podía mantenerme en pie. Tuve que sentarme en los batientes y esperar ahí a la policía; y fue el propio comandante, Evencio Macías, quien se encargó de trasladarme a mi domicilio –Claro, en una camioneta de la policía, no en una carretilla, como algunos deben de estar pensando–.
Omar tenía entonces 5 años; Erika apenas uno. Mi esposa se asustó al verme. Entre los tres me recostaron y ahí devolví el estómago al menos cuatro veces; aunque lo peor, insisto, fue al día siguiente.
Mi segunda borrachera ocurrió hace apenas unos cuatro años; pero esta otra vez me embriagué con toda la intención de perder el juicio; escapar de mis problemas. Me zampé, en menos de media hora, una botella de tequila, de un litro; pero creo que resultó peor el remedio que la enfermedad.
Luego surgió el problema renal de Omar, el proceso para el trasplante y todo lo demás. Desde entonces me he tomado tres cervezas “de cuartito”, ¡Pero les juro que ganas no me faltan!, ¡Lástima que ya no pueda!
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