
“No la empujes. Sola se cierra”, espetó Mario… Y efectivamente, la puerta lateral derecha del auto de Don Edgar se fue recorriendo suavemente, hasta atrancarse. No necesitó la mano del hombre. Yo quedé sorprendido. “¡Mira nomás!—reflexioné—lo que es la modernidad”.
Creo que me vi una vez más como un naco de rancho. Martha, la conductora, esbozó una leve sonrisa, mientras que mi patrón me daba una ligera explicación acerca de este original mecanismo que poseen ese tipo de autos…
Ni siquiera me acuerdo de su marca, pero quedé embobado con tantos botones y accesorios internos que sirven para quién sabe cuántas cosas… Fue entonces que recordé a mi vieja Caribe color canario, aquella que sirvió alguna vez para darle un “raid” al doctor Antonio Ruiz Flores quien en aquel tiempo se desempeñaba como presidente municipal de Ixtlán y con el cual logré cultivar una excelente amistad que aún sigue perdurando.
Todavía tengo presente cuando, al circular por la autopista Jala-Ixtlán del Río, volteó hacia mí al sentir las vibraciones y todos esos ruidos extraños que emitía la Caribe… ¡Parecía sonaja! Y es que, era verdad ¡todo le sonaba!, ¡Menos el radio!
El rostro del doctor Toño Ruiz se contrajo cuando arribamos a una curva descendente… “Nieves – dijo bastante preocupado– ¿Estás seguro que no se va a desarmar esta chingadera?”.
Yo solté una carcajada, pues confiaba plenamente en mi Caribe. Estaba enamorado de ella, y con tan egregio personaje era muy difícil que fallara; pero su comentario hizo que me regodeara, “¡Ándele pues!. ¡Qué sufra un poquito!, ¡Ira nomás que acostumbrados están!”, dije para mis adentros.
Por eso, ahora que me “encaballé” al auto de Don Edgar reparé en la gran diferencia que hay entre éste vehículo y mi vieja –pero hermosísima Caribe–: Para abrirla no se requería de llaves ni control remoto. Bastaba darle un leve “jaloncito” a la manija ¡Y listo!. Y para cerrar sus puertas no necesitaba accionar botones ni nada por el estilo. Solo se ocupaba tener ciertas dotes de karateca para empujarla con los pies, lo cual además me servía de ejercicio.
Otra “ventaja” más tenía mi Caribe: Los asientos podían girar casi a los 360 grados. Podía ver hacia el frente, pero de pronto se daba la vuelta solito y eso me permitía mirar hacia el lado contrario, aunque a veces no sabía si iba pa´delante o para atrás.
El motor tenía ventilación natural, pues el aire se colaba por arriba y por abajo, por un lado o por el otro; y además ningún riesgo había de que se desprendiera el cofre, pues este permanecía permanentemente amarrado a la defensa delantera con una gruesa soga –claro, color amarilla, para que hiciera juego con ella–.
Alguna piedrecilla estrelló alguna vez el parabrisas, pero para mi eso no representó molestia alguna. Más bien le servía de adorno; o al menos así se me figuraba a mi…
En fin. Ahora me doy cuenta de esa enorme diferencia que existe o existía entre mi añorada Caribe y el auto de Don Edgar. Era menos estresante abordar aquel “cochellillo” amarillo que este moderno vehículo. Además nunca me exhibió como un naco de rancho, ¡Y la “nave” de mi patrón, síiiiiiiiii!
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