Rigoberto Guzmán Arce
Al Maestro Germán Dehesa que hizo falta en CU
1.- El gol del joven carrilero Javier Cortés le da el séptimo título a los Pumas el domingo 22 de mayo y la fiesta se hizo grande en el estadio Olímpico Universitario. Las entrevistas, al Rector Narro, al técnico ecuánime Memo Vázquez, los jugadores con las mejores sonrisas, al símbolo pelón Darío Verón.
Los reporteros tienen la consigna de que deben de hacer llorar al que entrevisten. Mientras corrían y eran televisados cada gesto o actitud que se toma en cuenta; y allá van arremolinados los reporteros en torno a Palencia arriba de una esquina de la portería en donde cayó el gol del triunfo. Tenía en mis emociones un festejo personal de treinta y siete años siguiendo el rugido del Puma, el historial del equipo enfrente del televisor, repasando los tiempos de austeridad y de espíritu universitario.
Después me quedé consternado ¿Y ahora con quién festejar? En Ixtlán, somos un puñado de seguidores y no nos juntamos. Está “El Chino”, el de la cremería en el mercado, un Doctor que es de México y es mi vecino. No tengo bandera del equipo y si me lanzo a la calle a pie serían los pasos de un hombre ridículo. Es que la gente o es Chiva o es Águila y se sacan las banderas, paliacates, se pintan la cara, llevan a sus hijos con sus camisetas al festejo como una garantía de que las familias seguirán fieles al equipo.
A lo más que he tenido como apasionado azul y oro, es una pulsera que compré en quince pesos en Guadalajara y que con el agua de regadera, se deshizo y una calcomanía de plástico imantada del escudo, el triángulo y el rostro de un puma estilizado, que salió en el pan Bimbo y la tengo en el refrigerador blanco de la casa.
En el pueblo El Rosario, municipio de Amatlán de Cañas, hay más seguidores de los Pumas “Per cápita” del mundo. Mis hijos, que vivieron mucho tiempo en el barrio Buenos Aires, “El Chaleco”, Luisillo, Martín, “el Tuca”, mi compadre Pepe, “El Pipi”, un profe de Las Colonias, el Doctor Miguel Ángel. No sigo a la mercadotecnia, nunca he comprado otros recuerdos de los equipos, ni de los jugadores. No me nace. Le voy a Los Pumas quizás por filosofía o por nostalgia.
Lo más importante de las cosas menos importantes para los hombres es el fútbol y para las mujeres las telenovelas. Son valores entendibles y se vive en un empate. El fútbol es una telenovela muchas veces con un final que no queríamos –si lo dudan jueguen quinielas– y las telenovelas en un juego de intrigas pero que generalmente el final es que la actriz principal gana el partido con todo y los buenos, la sirvienta, la mamá, el tío y el amigo, el prometido o los aliados.
Lo disfruto o me pongo nervioso en el tiempo que dura un partido. Me gusta la visión del juego con lo que esto significa: Las estrategias como un tablero gigante de ajedrez, el error y el acierto, las zonas declaradas y en busca del espacio perdido, la dialéctica deportiva, las reglas bellas del saber tocar el balón, saber parar el balón en cualquier circunstancia y saber qué hacer con el esférico sin importar la cancha donde se juegue.
El Barcelona cumple la precisión en la velocidad y la lúdica hermosura del virtuosismo. Me alejo de la “alegadera” o del complejo de convertirme en experto porque ya estamos arriba de un cadáver del juego. Cuando estoy nervioso me sudan las palmas de las manos y sólo la selección de Holanda, algunas veces el Real Madrid y los Pumas en el aspecto deportivo, hacen posible este fenómeno; es como la relación con las mujeres.
Mil perdones, pero la selección verde no levanta mi nacionalismo. No se está apostando la patria, ni un río ni el himno, no se está en juego el maíz, ni una playa, ni siquiera un batallón; solo los locutores de todos los canales se vuelven locos. Los equipos” nacionales” representan a las federaciones de sus respectivos países. A veces me gusta ver los partidos sin sonido.
2.- Siete títulos, las copas feas que ya se entregan. Antes eran trofeos que lucían en los años sesentas, el de las Chivas; los setentas, cuando el Cruz Azul marcó una época y en los ochentas del América; los noventas, el Necaxa y en los años del primer decenio del siglo veintiuno, el Toluca. Como si fueran recortes del añorado periódico deportivo el “Esto” que esperábamos con ansiedad la pandilla del centro a que llegara Moreno, el vendedor de los periódicos con un día de retraso –el del sábado lo leíamos el domingo en la noche–.
Voy repasando también con la calidez del paso de los años y con ello mi propio espacio y tiempo en los lugares donde viví siguiendo la ruta del equipo de la Universidad Nacional Autónoma de México, en los momentos donde se rompe la rutina y se detiene la solución a los problemas para encender el televisor los domingos en punto de las once, tiempo de Nayarit, porque mi equipo juega en su cancha.
Rememorando en mi barrio, el detonante fue el Mundial de Fútbol México
Nos imantó el juego y escogíamos equipo de clubes mexicanos. Es que los Mundiales eran cada cuatro años. Perdón, pero escogí al Atlas y duré sufriendo y gozando un año. Ver jugar a Ricardo Chavarín, Abel Verónico, Pedro Araya y más en el estadio Jalisco fue impactante para un chiquillo que se iba a Guadalajara con su hermano Manuel a visitar a las primas, hijas de mi tía Engracia.
El Atlas en ese lejano tiempo, estuvo a punto de llegar a la final, pero se le atravesó el club Cementero. Escuchamos el partido afuera de con Chuy “El Pato” y por la radio nos imaginábamos el partido. Perdió el Atlas como local ante el poderoso Cruz Azul con marcador de
Después me gustó el León, el de Roberto Salomone, Davino, Albrecht y compañía. Fueron tiempos épicos de un equipo que arrasaba a todos en su cancha. Recuerdo que tenía colgado un banderín en la casa de La Paz, siendo reliquia con el nombre de los jugadores. Dibujaba el escudo en mis cuadernos y quería ser un futbolista hecho y derecho del equipo “panzas verdes” que jugaba en el estadio de La Martinica y después en “El Nuevo Campo” con sus palcos típicos.
Me embelesaba con las formas distintas de construir goles abriendo la cancha. Mi manera de ver el deporte cambió y de jugar como portero en la primaria y ser un jugador temeroso en la secundaria por ser delantero, iba teniendo confianza y en mi alegría por disfrutar el juego que lo jugábamos en el parque con pequeñas pelotas con mis amigos del club de los tenis sudados. Eran aquellos fines de semana cortos y emocionantes porque después de auxiliar a meter la leña a la panadería de la calle Arista, nos recompensaban a ver el clásico y nostálgico box de los sábados y el domingo el jugar la elemental cascarita en la cuadra con la calle empedrada.
Sudorosos, esperábamos que pasaran los comentarios iniciales de Fernando Marcos y los comerciales en vivo de Té Laggs para que a las once de la mañana diera inicio el partido del América. Mis ojos no fueron convencidos por la imagen y apareció un grupo de forasteros que jugaban con alegría y metían goles por racimos, melenudos, provocadores, rompiendo esquemas de la incipiente publicidad.
Un tal Leonardo Cuéllar, melena extraña donde podía guardarse hasta tres balones; Spencer Cohelo como si fuera un matemático en el rectángulo; Arturo Vázquez Ayala con su caminado de cisne, y sobre todo Evanivaldo Castro “Cabinho”, que traía un rifle en cada pierna y un marro en la cabeza.
Para culminar eran dirigidos por un húngaro: Arpad Fekete. Aquí comenzó mi odisea individual y la identificación deportiva con este equipo que irrumpió en la flacura de mi cuerpo de catorce años y me hizo sentirme Puma de corazón sin saber lo que esto representaba…
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