Frijoles cocidos a las brazas. Pinto o azufrado preferentemente. Tortillas torteadas, de maíz puro y amasadas en metate para convertirlos primero en testales. Agarrar uno, dos, tres y muchos trozos que se colocaban en la prensa; aplastar la masa para luego despegar aquella figura “redondita” adherida al papel nylon.
Un comal recubierto con un poco de cal y abajo pedazos de leña ardiendo, generalmente traída en tercios del Cerrito de la Cueva o de Las Higueras, del Ataquito o del Coastecomate. Tortillas calientitas que se hinchaban como sapo y que luego se colocaban dentro de un “tecomate”, envueltas en limpias servilletas.
Sobre la mesa de madera varios platos de frijoles cocidos en olla de barro y una riquísima salsa de jitomate asado molida en molcajete. Mi madre y hermanas mayores se encargaban de elaborar aquellos manjares que nos engullíamos todos, sentados alrededor de la mesa de madera colocada bajo el tejabán de la finca marcada con el número 106 de la calle Morelos, a unos cuantos pasos del comisariado ejidal.
Esa era nuestra comida, casi siempre; aunque a veces acompañábamos los frijoles con un puñado de arroz o un poco de sopa de fideo; comestibles que comprábamos en la tienda de la esquina, regenteada por doña María Espinosa, un poco más allá de la finca que habitaba la familia Rodríguez Carrillo.
Por las mañanas mi madre Geña solía guisar los frijoles usando manteca de puerco, la mayoría de las veces “”aguaditos” y con algunos totopos que vertía en la cazuela de barro. Tenía que alcanzar para todos; es decir para mi padre y madre y para los once hijos. Yo fui el séptimo.
Para “bajar” los frijoles nos servían en vasos de peltre un sabroso café de olla; pero si mi padre lograba obtener dos o tres pesos de más con la hechura de pantalones, podíamos engullirnos un poco de “leche bronca” que comprábamos con Chepote Romero y unas cuantas galletas de animalitos -con-ta-di-tas, para que desayunáramos parejo.
Todo se cocinaba en leña o carbón y se utilizaban ollas y cazuelas de barro. En aquellos tiempos no se usaban los garrafones, solamente había agua de la llave que llegaba a las casas directamente del manantial de Las Vigas, limpia, pura y cristalina.
¡Qué sabrosos frijoles cocinaba mi “amá”!…. Por la noche cenábamos otra vez frijoles refritos, obviamente con manteca y al carbón; pero cambiaba un poco el sabor porque eran “chinitos”. Las tortillas se calentaban directamente en las brazas.
Los braceros, por cierto, eran fabricados por mi padre. Bastaba un bote de lata y un pedazo de latón al que se le hacían muchos agujeros, con clavo y martillo. “¡Quien quiere una doradita?”, preguntaba mi madre. Todos nos peleábamos esas tortillas convertidas en tostadas.
Claro que tampoco podía faltar el café y a veces nos lo tomábamos con todo y zurrapas. Panza llena, corazón contento… y así de felices salíamos a la calle para “bajar” esa cena, jugando a la mocha o los encantados, a las barbitas de conejo o al cinto escondido, mientras que nuestros padres escuchan a “Felipe Reyes” o a “Chucho el Roto”, al “Doctor IQ” o al “Cochinito”…¡Qué felices éramos”, ¡Me caí que sí!…
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