Cuentan que hace muchos años, cuando Ixtlán no era tan grande y todos se conocían, vivió en el centro una señora que trataba muy mal a sus dos hijos; se la pasaba gritándoles y siempre los tenía encerrados.
Con el paso de los años los niños crecieron, se volvieron hombres y encontraron esposa. Así, la mujer se quedó sola y entonces su conciencia empezó a molestarla; le dieron remordimientos por la forma en que trató a sus hijos. Como no podía estar en paz, una tarde decidió visitar al sacerdote.
– Padrecito, vengo a confesarme, tengo que contarle todo el daño que he hecho.
La señora le confesó lo que hizo y el sacerdote la escuchó con atención. Cuando terminó, dijo con seriedad:
– Hija mía, tus pecados son muchos, ¿cómo es posible que hayas tratado así a tus hijos? Para salvar tu alma, tienes que realizar un viaje a la Basílica de Guadalupe, a México, lo antes posible, ya que sólo ahí te darán el perdón que necesitas.
– Pero es que soy muy pobre, estoy sola y no tengo a nadie que me ayude -, dijo la señora.
– Si es así – dijo el sacerdote – para reunir el dinero del viaje tendrás que pedir limosna, pero sólo recibirás monedas de cinco centavos; cuando te den monedas con otro valor las devolverás.
– Sí, padre, así lo haré.
La señora salió de la iglesia resignada a hacer lo que el padre le había dicho y luego luego se puso a pedir limosna.
– Señor, ¿no me regala un cinco?
– No traigo, pero aquí tiene veinte centavos – le ofreció el señor -.
– Gracias, pero yo sólo quiero un cinco – contestó y devolvió la moneda.
– ¡Ya, limosnera y con garrote! – le dijo el señor muy ofendido -.
Pasado un tiempo, la gente comenzó a llamarla “la señora del cinco”; siempre se le vio afuera de la iglesia en actitud humilde y, decidida a llevar a cabo su promesa, no le importaba la lluvia o el calor intenso. Tantos meses de esfuerzo quebrantaron su salud, así que poco antes de completar el dinero para realizar su viaje, enfermó gravemente y murió.
Una noche de tantas, los perros comenzaron a ladrar sin razón, un viento helado se coló por puertas y ventanas, y una vieja vestida de negro con velo en la cabeza empezó a recorrer las calles solitarias.
– Señor, ¿no me regala un cinco? – pedía aquella mujer -.
– No traigo señora, pero tenga diez centavos.
En el momento el viento arrebató el velo a la señora y en lugar de su cara estaba la de una calavera. Del susto, el joven pegó una carrera que no paró hasta llegar a su casa.
La noticia de que la señora del cinco se estaba apareciendo corrió como reguero de pólvora, por lo que la gente se dio a la costumbre de cargar sus cincos en la bolsa y otros de plano ya no salieron en las noches, por miedo a que la calavera les pelara el diente.
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