
El sol cae a plomo sobre las calles de Ahuacatlán. Las ráfagas de viento caliente golpean el rostro de Chema Solís. El sonido en el motor de su camión compactador parece imitar el esfuerzo de toda una vida reflejado en su mirada.
La ruta de hoy la conforman los barrios de El Salto, La Presa y El Chiquilichi. El reloj marca las seis de la mañana. “Es hora de salir”, les dice a sus cajoneros. Dejan entonces el corralón y se encaminan hacia la calle de Morelos para enfilarse luego al oriente.
Llega a la primera esquina decorada con bolsas de basura de todos los colores. Una cachucha protege su rostro; a su costado una botella de refresco.
Con extremo cuidado toma las esquinas y gira oportunamente para no dañar el camión. Chema pregunta cuándo es que saldrá en el periódico, la respuesta usted ya la sabe.
Al llegar a la esquina de 20 de noviembre – exactamente donde operaba la tienda de las Parrita – un par de automóviles estacionados le obligan a maniobrar de más, incluso, a solicitar la ayuda del resto de la cuadrilla “viene, viene, viene”… y el camión la libra.
Al final de la calle, el primer retraso para la tripulación, bolsas de basura desparramadas por los perros o gatos callejeros que a nadie piden permiso. Los vecinos no esperaron el sonido de la campana y dejaron los desechos desde temprano en la banqueta.
La coordinación armónica entre las bolsas cayendo en el receptáculo del camión y la compactadora, que funciona sin ningún esfuerzo, se rompe por varios minutos, simplemente la basura regada no se puede quedar en las calles.
José María Solís se enfila después hacia el centro histórico. El objetivo después de algunas horas, es recoger toda la basura que se acumuló en el parque Morelos y en el Jardín Prisciliano Sánchez, así como en el mercado y en los Portales.
El sol pega con fuerza, escurre el sudor, pero el tiempo apremia y es preciso continuar. El calor del cuerpo generado por correr, cargar y trasladar la basura agobia a los dos cajoneros. Uno de ellos porta una cachucha del América, su equipo del alma.
Mientras apuran a sus chiquillos para que corran a la escuela, las amas de casa escuchan también el sonido del camión: “La basuraaaaaaaa; talán talán”.
“Apúrate chamaco, pásame la del baño”, dice una a su hijo desde la puerta. Chema espera a que llegue la señora con su bolsa de basura.
De 40 y tantos años de edad, José María Solís Arciniega pertenece al sindicato de burócratas. Empezó como auxiliar de mantenimiento en el mercado municipal. Luego se ostentó como ayudante de la dirección de obras públicas; después como chófer de la misma dependencia, y desde hace 13 años es chofer de aseo público.
Desde las cinco de la mañana anda en pie y lo primero que hace al llegar al corralón es revisar bien el camión compactador: Agua, aceite, llantas, frenos…
Son tres rutas y cada semana es distinta. Una para cada chofer, Susano Ríos, Héctor Golláz y Chema Solís.
Constantemente se paran en las esquinas para accionar el compactador y al menos realizan una o dos vueltas al relleno del Tempizque para depositar la basura. Se generan más de 30 toneladas de basura al día, explica Chema.
Hay ocasiones en que la gente misma deposita la basura en la cuchara sin percatarse de objetos valiosos… como aquella señora que echó a la basura un boleto de un sorteo y que después se dio cuenta que había resultado premiado. Para llorar.
El rostro de Chema, después de casi siete horas de trabajo, refleja, sí, el cansancio, pero también la satisfacción normal de un día que termina con el deber cumplido.
Mañana una ruta diferente pero en general las mismas complicaciones, la dificultad para lidiar con coches mal estacionados, y con los desperfectos que genera el sacar la basura desde antes y dejarla expuesta en las calles.
Por eso, tanto Chema, como Susano y como Héctor – El Prieto – sugieren que se elabore un reglamento de aseo público a efecto de que regule el servicio y se proteja tanto a los ciudadanos como a los mismos trabajadores.
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