La ola glacial nos hace buscar los sitios cálidos, las bebidas calientitas, y esto lo aprovechan muy bien los comercios para hacer su agosto.
Los baños de las casas están para osos polares y las nalguetas en el aro nos quedan como changuitos del circo Atayde.
El frío nos convierte en momias encobijadas, nos hacemos taquito y respiramos encerraditos hasta aguantar los soplos de calabaza y champurrado.
El endemoniado frío nos pega en las patas y nos dan ganas de vaciar la urea de toda la semana.
El frío invita también al acurrucucú paloma, a chiquetear, a jugar al pasito tun tun, a someternos a los besos de cobre y bronce, acercarnos, como decía mi papá, “a la hornilla”, esa fuente de calor natural que nos encanta.
El frío pues es un acercamiento a las especies naturales cuando convertidos en monos silvestres saltábamos en la hoguera convertidos en hombres de la Goa Santa, nos echábamos saltos de perico.
Pero estos fríos le dan duro a los pobres, a los barrios abandonados donde casuchas de cartón y lámina son refrigeradores kelvineitor. ¡Ah!, ya me imagino a quienes viven por allá por la Meseta de Juanacatlán.
Y es que a los pobres se les pega la cobija, pero de piel empedernida, como si fuera piel de mandarina o naranja ombligona por el frío.
El frío produce hambre y la torta no es suficiente para curarse. Se requiere doble torta, ensabanado, empiernados para aguantar las tenazas del frío que nos arroja este invierno.
Me dirán los que han viajado al Ártico o al Polo Norte, que allá el frío está 24 grados bajo cero, pero es que aquí el frío hoy resuena fuerte y mañana sale el sol y eso hace que no se aguante y nos mande a la tumba. Y los viejos no aguantan el frío y se elevan.
Sin duda el sol es la mejor cobija de los pobres, pero la mejor, es la vieja o el viejo que acurrucadito y achimichú, es la mejor delicia entre las sábanas. Inche frío, ¡No se quita!
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