Omar G. Nieves
Con sus vaivenes, en términos generales se diría que en esta zona del estado reina la calma. Sin embargo, no se trata de la tranquilidad que gozaron nuestros padres y abuelos. Esta paz está incompleta. Falta la tierna compasión de nuestros ancianos y para nuestros ancianos. Estamos desprovistos de la cercanía de nuestros padres y hermanos. Del calor fraternal de los amigos. Del jolgorio callejero de los niños.
¿Dónde está el “chiquilillero” que alegraba las calles con sus exaltaciones de júbilo? Eufóricos por haber ganado el juego; eufóricos por haber perdido. ¿En qué momento se acuartelaron en sus casas para envolverse precozmente en asuntos que les correspondían a jóvenes y adultos?
Poco tiempo ha pasado desde que los niñitos dejaron la brincasoga, las canicas, el balero, el bebeleche, el resorte, los palos del changaís, las escondidas, los juegos colectivos que a las afueras de la casa se organizaban a regañadientes de un vecino adusto o malhumorado. Hoy los pequeñines compiten con personajes virtuales que se dan de puñetazos o que patean un balón mientras un cronista les describe los movimientos. Hay algo peor: ¡Hay niños que se entretienen con Platanito Show y la Guerra de Chistes! Y cómo no será, ¡Son los padres quienes incitan esos distractores!
El papá y la mamá siendo indiferentes a los problemas y las necesidades emocionales de sus hijos les dan lo que ellos consumen. En alimentación física no habrá muchos padres sin cumplir; pero en cuanto al alimento espiritual que los niños y jóvenes requieren, es más cómodo darles televisión o internet.
Así es la paz que se vive en las ciudades de nuestra región. Sólo en algunas comunidades aún se conserva aquella felicidad candorosa de los que viven del campo. Y aún, en todo lugar hay niños oyendo y cantando narcocorridos, en lugar de las rondas infantiles que hace apenas dos décadas se escuchaban.
Las calles de día solían ser de las mujeres que iban de par en par al mandado, formando colas en el molino o en las tiendas donde recibían noticias más frescas que en este periódico. La tarde era de los hombres que tras el jornal formaban corros para repetir los chismes que sus mujeres conseguían en el molino. La noche era de los niños y los jóvenes; unos para celebrar con juegos lo que el propio juego les dejaba; los otros para cortejar a las muchachas, y éstas para mantener despierto el interés de los varones. ¡Eran otros tiempos!
Los viejos, si bien están, tienen la oportunidad de vivir o de ver a sus hijos. Los padres se la pasan trabajando, ideando formas de ganar más dinero, de conseguir un empleo; que si no tienen, lo buscan en la televisión – ¡Sí! Tal parece que los clasificados de trabajo ya no se publican en periódico, ahora los pasan por televisión –. Los jóvenes andan de casanova, como las mujeres en la promiscuidad, claro, con sus honrosas excepciones. Son éstas últimas las que han dado pie – a los hombres – para que la comunidad esté en decadencia. ¿No saben las señoritas que al compartir en intimidad con su novio, ponen en riesgo su reputación ante otros hombres? ¿Creen que en pueblos chicos como los nuestros no se sabe pronto lo que ocurre en la penumbra de los lugares más ocultos? Sin quererlo, los jóvenes están haciendo una francachela en donde el amigo y la amiga se ceden las parejas.
Finalmente, son los niños quienes más territorio han perdido. De ellos eran el ancho y largo de las calles. Y ahora, será difícil que las vuelvan a recuperar.
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