“Me siento triste”, escuché decir a una secretaria de la presidencia municipal de Ixtlán el pasado lunes. Sus compañeros trataron de reanimarla y, según supe, tres días antes había sorprendido a su novio –¿o marido?– en un acto de infidelidad. Su tristeza era razonable.
Sin que ella se diera cuenta, la observaba por momentos; y efectivamente, pude distinguir una profunda tristeza en sus ojos.
Pero frases como esta escucho o leo a diario. No hace muchos días, una respetable dama que habita por el rumbo de la UMMA en Tepic escribía en el Facebook un mensaje en el que daba cuenta de su tristeza por la incomprensión de sus dos hijos y también por la presunta indiferencia de su esposo.
Claro que la tristeza es nociva, nos puede llevar a la depresión. A mí me ha sucedido muchas veces. Sin embargo, en mis ratos de sano juicio recapacito y digo:
¡Hay que abrirle espacio para que respire. La tristeza es un hueco en el amor. Una fuga transitoria de energía. Un camino hacia uno mismo. La revisión profunda de algún espacio roto. No hay que ignorarla, pues toda emoción es necesaria y conveniente.
La tristeza nos ayuda a detenernos temporalmente, a alejarnos de todo lo mundano. Nos deja en la puerta de un nuevo comienzo. ¡Debemos reconocerla! No la confines a un espacio muerto.
No debemos encerrarla bajo llave, ni permitamos que se entierre. No hay que disfrazarla con mentiras lindas; mejor hay que escuchar su mudez para sentir su calma. No todos los días son soleados. Todo tiene un lado débil.
Quizás sea conveniente permitirle que hable en su dialecto, que nos conduzca hasta el final de la bajada; y cuando vuelva la otra fase de la luna, el rayo de luz traspasará el prisma y volverá a encenderse de colores tu alegría.
Todas nuestras emociones son importantes y necesarias, pero no siempre vamos a estar en el lado fuerte. ¡Hay que expresar lo que sentimos!, después estaremos alegres.
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