Dicen que en el Barrio de Los Indios, hace ya varias décadas, vivía una muchacha que amaba a los gatos. Aparte de trabajar, se dedicaba a cuidarlos, alimentarlos y darles cariño; siempre estaba rodeada de ellos, cuando veía a uno abandonado en la calle se lo llevaba a su casa. Todos los vecinos sabían de su amor hacia esos animales, es por esta razón que en vez de llamarla por su nombre, le decían “la muchacha de los gatos”.
Sucedió que una noche se despertó al oír fuertes golpes en la ventana. Pensó que era algún vecino que necesitaba algo y al asomarse se sorprendió, pues no había sino un gato negro que la miraba con ojos brillantes. Ella le abrió para dejarlo entrar y el gato se le acercó ronroneando, así que lo acarició un rato y luego se volvió a dormir.
Pasaron varios días. El gato negro era el más cariñoso de todos los que vivían con la muchacha, la seguía a donde iba y ¡hasta dormía en su cama! Sin embargo, la joven se dio cuenta que los otros gatos empezaron a alejarse, a irse de su casa; no entendía por qué y sentía tristeza, pues cada vez tenía menos animales. De entre éstos, ella quería especialmente a una gata siamés, a la que había criado desde pequeña; temerosa de que también se alejara decidió dedicarle más tiempo.
Una tarde la joven llegó de trabajar y, con gran pesar, se fijó que sólo dos gatos se acercaron a ella: la siamés y el negro. Levantó a la gata, la abrazó, la besó y se sorprendió mucho al ver que el gato negro se enojaba; a ella le dio miedo porque los ojos se le pusieron rojos, se le pararon los pelos del lomo y empezó a gruñir tan fuerte que parecían los gritos de una persona.
A la noche siguiente, mientras le servía leche a su gata, el gato negro se acercó y comenzó a maullar enojado; al ver esto, la muchacha trató de levantar a la siamés, pero el gato saltó sobre la gata y pelearon ferozmente. Desesperada por no poder separarlos, corrió a buscar una escoba. Cuando regresó, la gata estaba muerta y el gato negro se lamía las garras. Entonces la joven se puso a llorar, y con la escoba echó al gato a la calle. Durante varias noches, el animal estuvo maullando en la ventana, esperando que le abriera para entrar.
Cierto día en que la muchacha regresó, encontró al gato dentro de la casa y se espantó, porque se veía enorme, grandísimo. Trató de sacarlo y el gato ni se movió, sólo se quedó viéndola a los ojos; de pronto ¡saltó sobre ella, arañándola y mordiéndola! La muchacha quiso zafarse, gritar, pero el gato enredó su larga cola en el cuello de la joven y apretó hasta que ella dejó de respirar. El negro animal se quedó un rato junto al cuerpo, luego salió por la ventana y desapareció en medio de la noche.
Nadie se hubiera enterado de la muerte de la joven, pero los otros gatos regresaron apenas huyó el gato negro y, al ver que ella no se movía, se pusieron a llorar. El llanto de tantos gatos hizo que la gente fuera a asomarse; sólo así encontraron a la pobre muchacha.
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