Bye Mani, baeee. Bye mi Lore, le contesté, jalando aire como si estuviera enchilado. Luego la miré alcanzar Croessus street ya hecha sombra, bostezo de la tarde. Los trenes destrozaron el silencio por Alameda street y me arranqué en contrasentido rumbo a “Downtown L.A.” empujando de vez en vez mi anforita de brandy. Quería pensar en el incendio de Watts o en mi amigo Robert, muerto en la Vietnam war, pero Lore me inundaba los sesos, los ojos, la garganta.
Supe que ya estaba en Huntington porque divisé a Fili, bueno, Philiph, adosado en un cerco de madera y apuñaleando poemas con el saxo. Me senté en la trompa de un Galaxi desvalijado mientras Fili vaciaba las notas de algo que me pareció un David Sanborn moribundo.
Cuando terminó, ondeó el saxofón como garrote: “Voyeur”, dijo el negrito mirándome con sonrisa triunfal. Voyeur de David Sanborn, aclaró. Órale, buena rola, me lo imaginé, respondí alargándole mi botellita. Nooo cabróooun, gritó, haciendo brillar sus dientes, apartando mi miserable resto de brandy y sacando de su chamarra un botellón de tequila, contándome triunfal que se la dio el “Jalisquito” por tocarle sabe qué mariguanadas. Me empiné un largo viaje, agachado, porque ya salían a la “yarda” los pochos de enfrente y esos olían el alcohol a cuadras. Pero no pude bajarme a la Lore de la garganta, la verdad que ya me estaba haciendo llaga.
Mañana me voy, negrito, dije como si no hubiera dicho. Pensé que tampoco él oyó porque los pochos platicaban y reían ruidosamente, sembrando en el pasto bachichas de cigarro y aplastando flores de aluminio babeantes en cerveza; pero en seguida reaccionó: ¡Oh, cabrouuun! ¿And what’s up with Lourena? Me preguntó agrandando los ojos como faros de automóvil. Me voy solo, dije. Tuve que explicarle, entre los tragos hinchados por la Lore, que me regresaba a mis dominios.
Saqué una fotografía de las ruinas prehispánicas de Ixtlán del Rio, México y se la puse en las barbas: Los Toriles, Fili, un lugar con historia: allá está mi destino. Le dije más cosas que nunca iba a entender, porque aparte estuve hablándole para mí, con mi jodido spanglish. Pero parece que le di cuerda a sus orígenes: se emocionó contando maravillas del sur profundo y del Mississippi ahogado en jazz; mientras los ruidosos pochos sacaban y guardaban pistolas; levantaban la voz o cantaban.
Esa vorágine me rasgaba porque la Lorena se quedaba en esos remolinos. La imaginé 20 años más tarde, crecida en chamacos berrinchudos y un panzón gritándole desde el porche por sus cervezas. Pero ni modo. No podía arrancarla de allí porque también, a la larga, conmigo se marchitaba.
Philiph y yo seguimos hablando sin escucharnos, pero nos entendíamos bien porque de vez en cuando asentíamos y cruzábamos palmadas en el hombro.
Poco antes de las tres de la mañana el pocho “Reimon” hizo alboroto y con pistola en mano arrastró a su mujer, get the fuck out gritando y jurando for God que la iba a matar como a una maldita bitch. Al ratito la calle quedó escueta y en mortal silencio. Sólo entonces pude escuchar que, en el asiento trasero del galaxy, gringo Tommy había estado navegando suavecito en las carnes jadeantes de la gringa Annabella.
El negrito y yo nos miramos llorando porque se nos atravesó un vómito de pensamientos indigestos. Con trabajos me arrastré de nuevo al presente y con la garganta hecha pedazos le pedí: Flying home… please, Philip. ¡Oh, “Birds of Paradise”, cabroun, dijo, lanzándose frenético sobre el saxofón.
Bajo esa explosión de notas sentí lo que es dejar abiertos, para siempre, ciertos agujeros del alma.
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