Sábados y domingos; incluso entre semana, pero hasta hace una o dos décadas era muy común toparse con al menos diez aseadores de calzado buscando al cliente, en el Parque Morelos, en la plaza principal, alrededor del kiosco o deambulando bajo los portales; aunque el punto más concurrido eran el cine y “el mirador”, de la parte poniente del Portal Quemado.
Sin embargo, hay que decirlo, los boleros de cajón – ahora que estamos por concluir el tercer lustro de este siglo – son una especie en extinción en Ahuacatlán.
Los pocos que hay pueden contarse con los dedos de una mano. ¡Y claro que no estamos exagerando!… ¡Quizás hasta sobren!
Y es que, hoy en día “los muchachos no quieren trabajar en esto por vergüenza”, señala Carmelo Fregoso, quien trabaja en el centro histórico combinando esta actividad con la de mandadero. Su triciclo le ha ayudado mucho en ese sentido.
Conocido popularmente – y con sumo respeto – como el “Pochole”, el buen Carmelo a veces no obtiene ni 40 pesos por día, aunque hay ocasiones en que llega a ganar hasta 150; pero es muy raro que en sus bolsillos naden billetes de 50, 100 o 200 pesos. Afortunadamente no tiene a nadie a quién mantener. Lo que gana es para su gasto propio.
“¡Ya chingué!” – exclama, al ver que se acerca un parroquiano a su triciclo -. Intercambian unas palabras y luego Carmelo coloca su cajón en el piso.
El cliente sube el pie y el bolero le remanga el pantalón para no manchárselo. Con o sin grasa el trabajo, con tinta o sin tinta fuerte, según sea el gusto del cliente, pasa el cepillo para quitar la tierra. Le echa con una brochita jabón de calabaza para que queden más limpios.
Sus manos lucen manchadas. Trae su banquito en el que se sienta y el cajón de madera que le regaló un dirigente político. Cobra 10 pesos por boleada. El costo sube un poco más si se utiliza tinta.
El ex diputado Luis Emilio González hace alrededor de tres años le regaló un cajón de banca, con todo y sillón; sin embargo, Carmelo dice que “es mejor buscar al cliente que esperar a que llegue a un lugar fijo”.
Pero – se insiste – ya quedan pocos boleros de cajón y es una lástima que esté desapareciendo este empleo que antes era de los más clásicos.
En el Parque Morelos hay otro bolero de banca, pero es bastante raro encontrar en ese sitio clientes asiduos. Los boleros cada vez desaparecen más y, aunque suene catastrófico, el oficio parece estar en extinción.
Un verdadero ritual es y siempre ha sido bolear, cuando se salía a diario con su cajón, cuando no había empleo o no le daban al joven y entonces el papá, la mamá o los hermanos le decían: “Voy a mandar a hacer un cajón y te vas a bolear”… o los mismos padres se lo hacían.
Se iban generalmente a la plaza, al centro, sábados, domingo, previo a un desfile y caía una moneda, dos.
Cuando esto sucedía era “hacer la cruz”, que no era otra cosa que persignarse y santiguarse, pa´ que le fuera a uno bien.
El uso de tenis, el calzado a bajos precios y la aparición de tantos artículos propios para la limpiez de calzado, aunado a la vergüenza que pudiera provocarles la práctica de éste oficio, está acabando con la actividad.
Los boleros de cajón están cada vez más en extinción, dejando una larga historia de calcetines manchados, zapatos lustrosos del estudiante, del licenciado o el funcionario, el militar, el policía.
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