- Cualquier posada, dádiva o acto de conmiseración no es auténtica magnanimidad cuando detrás de todo hay intereses políticos, de notoriedad o de desprendimiento residual.
OMAR G. NIEVES
Haciendo un repaso verificable, descubrirán que en el mundo hay tantas canciones alegres como melancólicas relacionadas con la Navidad. Del mismo modo como hay personas animosas y pesimistas con sentimientos ambivalentes en estas fechas, como yo. ¿Qué se puede esperar de una época en la que los niños han perdido la inocencia, los jóvenes la integridad moral y los adultos ven hacia el pasado con nostalgia?
Los motivos pueden ser variados, pero la institución familiar se está desmoronando. Muchas familias de hogaño son ensambladas, otras están separadas y otras más simplemente están incompletas, el óbito las alcanzó.
Mi papá escribió ayer en su muro de Facebook que ya quisiera que fuera cualquier día de enero. No necesito preguntarle para saber que no cree en estas festividades paganas en las que él desde muy chico se percató de su inequidad, cuando mi abuelo apenas le alcanzaba para armar un carrito de madera confeccionando con tablas de jabas, de esas con las que se acarrean las frutas y legumbres, mientras que otros estrenaban triciclos o monos con máscara y capa que servían para emular al Santo o Blue Demon.
Tal vez mi papá también evoque taciturno aquellos días en que a hurtadillas y a base de engaños complacientes, nos escondía las juguetes para despertarnos un día como hoy, más temprano que de costumbre, para pedirnos entusiasmado que buscáramos por todo los recodos de la humilde casa de adobe que alquilaba hasta que encontrásemos los juguetes, ya más modernos, como los robots de baterías, los juegos de tés para mi hermana Erika, las pelotas y hasta las bicicletas que él mismo soñó tener en su infancia, y que, al amparo de un Niño Dios que evidentemente no existe, nos los había dejado por estimarse un «milagro» que era fácil de aceptar en tanto que a esa edad, entre los dos y los cinco años, todo dicho y acto de los padres puede ser prodigioso.
Seguro que el amilanamiento de mi padre tiene que ver con estas añoranzas que aquí expongo, y con la cruel realidad que ahora vivimos. No solo la enfermedad de mi madre, sino los problemas económicos que agobian a la familia, la incomprensión de unos, la frialdad de otros. Aquellos niños que antaño acatábamos todo con solo apelar a la moraleja de un cuento, o de un Dios que premia o castiga, se volvieron incrédulos, o al menos en mi caso, no reconozco esta fecha como un día especial, sino más bien veo la misma banalidad que mi papá observa con tirria.
Pongo por caso simple y llano a un obrero desconocido y a una pareja incógnita entre quienes yo me encontraba en medio de una fila de pago en Bodega Aurrerá de Ixtlán. La tienda estaba atestada, los carros chocaban y nosotros también entre los estrechos pasillos de aquel supermercado. La mayoría cargaba “carritos” repletos de comestibles. La pareja, que iba antes que yo, puso sobre el mostrador viandas para una juerga que con certeza duró hasta las primeras horas de esta madrugada. Botellas de vodka pitaban en la máquina registradora mientras que “Los Cerillitos” no se daban abasto. Luego yo, con lo indispensable para atender la cotidianidad de la casa…
Aquel señor debía tener una esposa y dos hijos. Su fatiga se delataba no solo por su rostro, sino por su indumentaria. Pensé que acababa de dejar la pala y la cuchara para llevarle tres chocolates Ferrero Rocher a su familia. Eran tres, no había duda de que eran los paquetes más asequibles de estas afamadas golosinas, que vienen con tres dulces en cada bolsa.
Pero sobre todo, ayer nadie pudo obnubilar mi convicción de que las festividades decembrinas lejos de alegrar los corazones son cada vez más desilusorias. Con motivo de mi trabajo, acompañé a dos jóvenes mandatarios del empresario Mauricio Cortés, dueño del salón de fiestas San Ángel, para tomar nota de 50 pollos que se les regalaron a las familias más humildes de Ahuacatlán.
Mientras que algunos cerraban calles, tronaban cohetes, aderezaban carnes y sacaban las bocinas más potentes de su casa con todo y muebles, otros simplemente ya estaban acostados, solos, quemándose por el frío. En el Llano una señora que habita una finca sin protección en ventanas y puertas, salió con varios pequeños que no traían abrigo. En la Demetrio Vallejo un viejo señor salió descalzo de una casa de cartón que le fue encomendada por sus dueños. Y en la cárcel una decena de presos no dejaban de desearnos lo mejor en esta Navidad. Bendiciones nos llovieron, aunque como ya dije, yo sólo estaba allí de testigo.
Soy pues testigo de que se es más feliz en dar que en recibir (Hechos 20:35). Pero no de ahora, de una fecha que sirvió a la Iglesia Católica en el tercer siglo para convertir a los paganos que celebraban el 25 de diciembre el Sol Invictus (New Catholic Encyclopedia (ed. de 1967), Vol. III. p. 656); sino de siempre, como lo dicen las Escrituras.
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