FRANCISCO JAVIER NIEVES AGUILAR.
Hoy es viernes 4 de abril, y aunque el calendario no diga más que eso, para mí encierra un universo. Sumo y resto, resto y sumo, y las cuentas me llevan a un número que duele y al mismo tiempo enternece: hoy mi esposa, Anastacia, estaría cumpliendo 62 años.
Nació un jueves, en 1963, apenas tres días antes del inicio de la Semana Santa. Imagino a su madre, doña Martina Tapia, acunándola por primera vez con esa ternura que solo una madre conoce, en esos días sagrados que enmarcaron su llegada al mundo.
Imagino también a esa recién nacida, aún sin nombre, sin destino escrito, envuelta en el amor de quien la trajo al mundo, sin sospechar que 18 años después sería mi esposa.
Nos casamos jóvenes, como se hacía antes, con sueños grandes y bolsillos pequeños. La vida juntos no fue un camino recto. Hubo pendientes empinadas, días grises, silencios largos. Pero también hubo risas que retumbaban en la casa, aromas compartidos en la cocina, noches en vela por nuestros hijos, y madrugadas de café y esperanza.
La última vez que celebramos su cumpleaños fue en 2022. Ya estaba enferma. Las radioterapias le habían robado el apetito y la energía, y su sonrisa –tan suya, tan luminosa– aparecía menos, como si se escondiera tras la sombra del dolor.
Pero nunca, ni en esos días más difíciles, dejó de luchar. Jamás se rindió. Fue una guerrera silenciosa, que enfrentó el cáncer con una dignidad que aún me conmueve.
Murió en casa. No en una habitación impersonal, sino en el corazón de nuestro hogar. Rodeada por nuestros cinco hijos y por mí, su compañero de toda una vida.
Su último aliento fue sereno, como quien sabe que ha cumplido su ciclo, que ha amado profundamente y ha sido amada.
Desde entonces, cada 4 de abril se ha convertido en una especie de rito íntimo, una ceremonia que celebro a solas, con el alma y la memoria.
Hoy, mientras escribo estas líneas frente a esta máquina que llaman computadora, me aferro a los recuerdos que me quedan: su voz llamándome desde la cocina, su risa mientras jugaba con los niños, su silencio lleno de significado cuando bastaba una mirada para decirlo todo.
Hoy no quiero hablar de ausencias, sino de presencias. Porque Anastacia vive en cada rincón de esta casa, en los ojos de nuestros hijos, en el recuerdo de nuestros días buenos. Y porque sé que en algún lugar, junto a nuestro hijo Omar –que partió dos años después que ella–, sigue siendo esa madre, esa esposa, esa mujer fuerte y dulce que me enseñó tanto sin proponérselo.
El cariño, cuando es verdadero, no conoce de despedidas. Solo de pausas. Y yo aquí sigo, haciendo memoria, con el corazón lleno de gratitud.
Feliz cumpleaños, Anastacia. Desde esta orilla, te sigo recordando.
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