Omar G. Nieves
Hay amigos a quienes esporádicamente veo, otros a los que raramente saludo, y otros más a los que sólo atiendo cuando por otras personas me informo de sus actividades. Hay amigos a los que sólo vi una vez, con los que apenas si tuve un contacto, a los que vi pasar como un ave en el cielo. Y frecuentemente, son éstas últimas amistades las que más recuerdo. Las que más llevo en el corazón.
Porque para la amistad no es imprescindible la frecuencia o la cercanía de la persona, razonamiento borgiano al que se le añade la relegación de la confidencialidad, al no ser parte indispensable de la relación humana entre sujetos que se aprecian.
Yo aprecio a los que sin conocerme, por un mero acto de humanidad, me tendieron la mano en mi convalecencia. A los que a la distancia se conmovieron de mi suplicio. Los que en los hospitales enjuagaron mis lágrimas con sus cuidados y atenciones.
Los amigos cotidianos merecen ponderaciones aparte. Ellos soportan los desplantes de uno, y a veces sin quererlo, los desaires que le hacemos por cuestiones del trabajo. No es que valga más la faena acostumbrada, es que la responsabilidad social por el trabajo tiene más peso moral que un compromiso partidario. Al fin de cuentas la moral es del cerebro y la amistad del corazón. Una rige en el pensamiento, pero la otra se asienta en el alma.
Los amigos frecuentes te siguen como la sombra. Van por detrás o por delante conociendo cada paso que damos. Y si la empatía se magnifica, si se mezclan intereses al grado de necesitarse uno al otro, la amistad se apuesta en el limítrofe del amor. El alma se funde y la frecuencia se vuelve indispensable. No hay nada que detenga la ansiedad por encontrarse a cada instante, y el tiempo se detiene bendiciendo a los seres que de amigos pasarán a ser amantes.
Eso es lo que ha pasado conmigo cuando he pisado las barreras del amor. De ahí han provenido la inspiración de decenas de cuartillas que solo reflejan, muy distorsionadamente, lo que las he amado.
Discussion about this post