Tuve no hace muchos días la oportunidad de conversar algunos minutos con dos amigos: Manuelito Velázquez y Millo Sánchez. Ambos residentes del barrio de El Salto.
Manuel y Millo son contemporáneos. Pienso que debieron haber nacido a principios de los 50´s; ocho o diez años antes que yo.
Los encontré por casualidad mientras reposaban bajo el portal de “La Purina”, en el exterior del expendio de jugos naturales propiedad de doña Mago, la hija de don Chepito.
Rememoramos algunas anécdotas del Ahuacatlán de ayer, de sucesos pretéritos ocurridos en el barrio, de aquellos juegos infantiles, de la palomilla, de hombres y mujeres fallecidos, de nuestra entrañable calle Abasolo y de algunas otras cosas más
Una época inolvidable aquella de mediados de los 60´s y principios de los 70´s… Las calles se aluzaban con tenues faroles. La señal de televisión aún no existía. Los chamacos solíamos reunirnos en la esquina. Jugábamos a la mocha y a los encantados; al paño y al cinto escondido, al trompo y al balero, a las canicas y los zumbadores.
Manuel Velázquez era, por así decirlo, el alma de estos encuentros, junto con su primo Arturito Velázquez. Todos gozábamos con sus ocurrencias; pero eran bromas sanas. Tal vez plagadas de picardía, pero sin mala intención. Millo, en tanto, destacaba por su corpulencia.
Al conversar con ellos recordé aquella ocasión en que acudimos a la presa, a bañarnos. Nos zambitumos al río para refrescarnos un rato. Éramos alrededor de ocho chiquillos, todos residentes de la calle Abasolo. Algunos sí sabían nadar; otros no. Yo me ubicaba entre estos últimos. Todo parecía marchar bien, pero en eso y sin medir las consecuencias me introduje a una parte honda, viéndome en aprietos… De no haber sido por Millo quizás me hubiera ahogado, pero él estaba atento y, al ver mis manoteos, me sostuvo fuertemente y me sacó a la orilla, en un suceso que sigue aún vigente en mi memoria.
La timidez por cierto, era y sigue siendo parte de mi personalidad. Siempre me he considerado un hombre tímido, poco sociable; pero creo que ese defecto fue más agudo durante mi niñez. No fueron pocas las veces que corría a ocultarme debajo de la cama para que no me viera la visita.
A la hora de comer escondía mi cabeza bajo la mesa y el nerviosismo me acosaba a donde quiera que anduviera. A veces, por esa misma razón, respondía barbaridades; como aquella ocasión en que llegó un cobrador a la casa. Mi madre para eludir esa vez el pago me encargó que le dijera que no estaba, mientras ella se ocultaba en la cocina. “Dice mi mamá que no está”, recuerdo que le dije al cobrador.
Millo, por cierto, regentea una huarachería; y eso me hizo recordar también los tiempos en que usaba huarache, con suela de llanta. Mi padre me enseñó a “encorrellar”. ¡Yo mismo me fabricaba mis huaraches!, ¡Y me quedaban re bonitos!…
¡Cuánto me gustaría que regresara el tiempo!, para juguetear de nuevo con mis amigos del barrio, bañarme en el canal, subir montes y montañas, acarreando leña, cortar nopales y guamúchiles, beber agua de los manantiales, reir, trotar, cantar… soñar.
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