Así como no han pasado desapercibido algunas obras, canciones, acontecimientos, como los Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, Cien años de Pedro Infante, el Centenario del ilustre doctor Roberto Coronado y de nuestro Nayarit; así mi madre Dolores tiene un espacio especial, cálido y profundo en mi corazón, en mi travesía, en mi manera de ser. Está conmigo todos los días y las noches, es un espíritu de amor, de mi bondad y fraternidad que heredé de su tesoro de valores morales y éticos.
Mi madre en este extraño domingo cuatro de marzo, hace cien años estuviera en el momento de su nacimiento en Santiago Ixcuintla, niña del viento frío y del caudal del agua, del pinar y neblina y la ribera del río grande. Segunda hija del matrimonio de Miguel Arce Monroy y Guadalupe Ávila Valdivia, pareja del Pinabete, de La lejana Yesca.
El adusto Miguel de 28 años y la joven Lupita de 17, se enamoraron simplemente con verse, sin cruzar palabras; él arriba de una cerca de piedras y ella preparando la vendimia de la cena en las noches tenues con aparatos de petróleo. Al morir mi abuelo, mi madre inició bruscamente su travesía de instructora de escuela.
Me contaba entre la tristeza y la bendita melancolía que sus mejores años los pasó en Hostotipaquillo cuando su padre la llevaba a sembrar y escuchaba el canto de palomas. En la inmensidad de la tierra y el cielo, en el clarear y el atardecer.
Bruscamente tuvo que dejar de ser adolescente para apoyar con su trabajo al recibir su pago quincenal hasta que se casó con Manuel Guzmán Valle, sin imaginar su martirio de vivir en un laberinto y una vorágine al mismo tiempo.
Sus hijos fueron la luz de sus ojos. Le pedí perdón por mis viajes inesperados de joven revolucionario. Tengo su sangre literaria y su sensibilidad que al publicarse mi primer libro de poemas, se sentía orgullosa de su hijo Beto.
Falleció en septiembre, el 25, del 2013. El dolor nunca lo he podido sanar, ni adormecer. Escribí un largo poema que lo conservo lleno de lágrimas. En mi columna de memorias, Claroscuro, está en muchos pasajes de mi vida, pero no podía escribir de ese episodio de su muerte física.
Al momento de iniciar con el capítulo Nación Ortiz, sabía que tendría que terminarlo justo en la narración del horrible momento aquel que me abrió mi alma y laceraba cualquier intento de escribirlo porque no podía hacerlo, mis ojos y manos se inmovilizaban y me refugiaba en el llanto acodado en mi computadora.
Lo pude hacer finalmente. Casi catorce años duré para animarme. Por fin pudo lograr el sentimiento de agradecimiento, triunfa la luz sobre la oscuridad. Mis pasajes están llenos de flores, de infinitos agradecimientos.
Mi madre fue tan dulce, amorosa, cariñosa como la de ustedes. Sabrán del amor, del sacrificio, de un ser entregado para sus hijos, que no nos faltara nada, de hacerse mil pedazos para que llegara el bienestar en nuestras vidas.
Nunca había visitado su tumba, era desgarrador pensarlo, se me abría la carne al imaginar el momento. Llegué con el corazón en mis ojos, sentí su presencia. Los ramos de flores depositadas por mis hermanas. Las visitas y recuerdos de mis sobrinos, de la familia, en este viento suave, con el sol levantado, entre tumbas me regresé, reconfortado, una paz interior.
Mi madre Dolores, la maestra Lola, siempre será eterna por su ejemplo, radiante como su sonrisa y sus brazos abiertos, sus ojos brillantes de pajarita. Por mis letras seguirá contemplando el mundo, su jardín, su jarra de café, su mano levantada al despedirme.
Está en nuestro corazón, de todos, de mis anhelos, mis silencios, mis alegrías y mi orgullo de haber sido su hijo Beto.
Gracias madre por tus cien años. Sentí tu abrazo maternal y sentiste mi amor por siempre.
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