Entré al Bohemio porque tenía la tarde holgada. Pedí cerveza mediana que empujé con música de Calamaro, aunque Calamaro no combina con cerveza, mucho menos con alguien que nomás quiere ambientar la güeva de la tarde. Eso fue lo primero que pensé antes de meterme en la primera rola, pero luego el cantante se apoderó de mi voluntad porque decía cosas que encajaban de a madres con los malestares que me traían empachada el alma.
Afuera la luz de la vida relampagueaba a pausas en lo que los parroquianos abrían y cerraban la puerta de bandera con el abdomen. Cuando Calamaro agotó cinco monedas ensarté otras cinco por José Alfredo Jiménez, pero mis manos dibujándole al cantinero una cubeta con chelas de a cuartito que llegaron veloces, aderezadas con botana de jícama enchilada. El mesero regresó a la barra y quedó frente al enorme espejo de la tarde mientras el cantinero limpiaba tristezas frotando vasos y recuerdos. La música poco a poco se iba espesando, como sangre del aire, pero nunca imaginé que un día se juntaran el José Alfredo y Calamaro nomás pa´ joderme la vida. La cantina me quedó grande cuando salieron los últimos clientes y entonces la apuntalé con otra cubeta y la repe de Calamaro que chingada madre llegó más franca y a la nuca.
Ya iba a entrar la oscuridad pero el cantinero se le adelantó prendiendo barras y bombillos; con tanta luz me cai que hasta entonces me di cuenta que yo era el que estaba allí, deletreando mi infeliz humanidad, porque quién sabe cuántos días llevaba ya con pinches puñaladas de amor sobre la espalda.
Ya no quise más rocola porque hay que entender que cuando uno muere se respeta el duelo. Y así lo sostuve hasta que el mesero me desencajó la cara de la mesa pa` ubicarme, porque el tiempo se me había jodido en un espiral de llanto y babas que apenas dejaba ver los números de la cuenta.
Cuando salí, enderecé mis pasos sobre la banqueta zigzagueante; así cargué ese cuerpo sin más cortejo que un enjambre de autos chorreando luz por las avenidas de la noche.
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