Nacida hace alrededor de 45 años en el populoso barrio de Las Presa en Ahuacatlán, Teresa confiesa que, como madre soltera le resultaba muy difícil soportar la actitud de sus tres hijos cuyas edades oscilan entre los 14 y los 20 años. “¡Estaba al borde del patatús!”, dice.
Los tres adolescentes se habían convertido en esclavos de las nuevas tecnologías, por lo que la brecha generacional se notaba demasiado en esa familia –al igual que en muchas otras–.
La vida familiar era más o menos así: Moisés, el mayor y cuya edad era de 20 años, tenía la capacidad de hacer varias cosas al mismo tiempo, pegado a su computadora redactaba su proyecto de ciencias, chateaba con sus cuates, diseñaba una tarjeta romántica para enviársela a su novia –obvio que por internet– y tarareaba sus estruendosas rolas favoritas.
Mientras esto sucedía, Ana Paulina, de 18 años, hablaba y hablaba por teléfono, se pintaba las uñas de los pies, comía unas suculentas palomitas light, hacía su tarea y le gritaba a Moisés que se apurara, pues necesitaba también la compu.
En medio de aquel caos, Santiaguito, de 14 años se entretenía jugando con su X Box, escuchaba otras rolas estruendosas y mandaba mensajes a sus amigos por el celular. La pobre mamá se desgañitaba, pues no le hacían caso; es más ni la escuchaban:
— ¡Santiago, deja de jugar y haz tu tarea! ¡Dame el celular, que estás castigado! Paulinita, recoge tu tiradero y ponte a estudiar para el examen. Moisés, apaga tu escándalo, concéntrate en lo que haces. ¿Qué tarea estarás haciendo?
La pobre de Teresa estaba a punto del patatús, pues no podía establecer comunicación con sus hijos, cuando se le ocurrió tomar un respiro, invocar al Espíritu Santo y reflexionar sobre su situación. En ese momento se puso a observar con más detenimiento a sus retoños y es cuando, por fin, se decidió a escuchar pero, verdaderamente, escuchar a sus hijos. Porque escuchar no sólo se refiere a decodificar los sonidos que emiten los otros. Escuchar es hermano de la observación, del entendimiento y del amor. Escuchar es mirar con los cinco sentidos.
Fue entonces cuando se dio cuenta que había una gran diferencia entre su generación y la de sus hijos. Teresa, en su infancia, ni siquiera imaginó que llegaría a haber tantos adelantos tecnológicos. Pasó su niñez jugando a La Mocha y a los Encantados, al Paño Escondido y a las Barbitas de Conejo.
Pero de pronto tuvo una idea genial. Se le ocurrió aplicar aquello de la empatía, que significa ponerse en los zapatos del otro para entenderlo mejor. Y le surgió una idea infalible.
Por la noche, cuando sus hijos ya estaban dormidos, se atrevió a buscar nuevas formas de comunicarse con ellos. Les envió, a cada uno, un mensaje por internet explicándoles cómo se sentía. Todo lo que les gritaba diariamente, lo expresó en los mensajes, con sencillas y amables palabras.
Al siguiente día, como magia, en el desayuno, sus hijos se acercaron a ella. Estaban sorprendidos al descubrir que su mamá no estaba contenta:
— ¿Por qué no nos lo dijiste antes mami? ¡Falta de confianza! No te preocupes, ya recogimos nuestras recámaras. Tranquila, tranquilita. Sólo habla, no te lo guardes. En buena onda, ¿Qué es lo que quieres? ¡Exprésate con confianza, mami!
Teresa no sólo utilizó el sentido del oído. Escuchó lo que sus hijos le decían a través de sus actitudes y costumbres. Se puso a su nivel y entró en su canal de comunicación.
¡Eso es lo que a veces nos falta con nuestros hijos!, ¡Co-mu-ni-ca-ción! Habla con ellos; expresa tus temores y pídeles que ellos hagan lo mismo. Que Dios te bendiga.
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