Un oso hambriento deambulaba por el bosque en busca de alimento. Era época de escasez; por ello, su olfato aguzado sintió un olor a comida que lo condujo a un campamento de cazadores.
Al llegar, el oso percibió que el campamento estaba vacío. Fue hasta la fogata en la que ardían las brazas y agarró una olla grande llena de comida.
Cuando la olla ya estaba fuera de la lumbre, el oso la abrazó con toda su fuerza, metió su cabeza dentro de ella y devoró todo. En cuanto abrazó la olla, sintió que algo le estaba pasando. Era el calor de la olla… Estaba quemándose las patas, el pecho y cada lugar donde la apoyaba.
El oso nunca había experimentado esa sensación, por lo que interpretó esas quemaduras en su cuerpo como algo que quería sacarle la comida.
Comenzó a berrear bien fuerte. Y, cuanto más rugía, más apretaba la olla contra su inmenso cuerpo. Cuanto más le quemaba la olla caliente, más la apretaba contra su cuerpo y más fuerte berreaba.
Cuando los cazadores llegaron al campamento, encontraron al oso recostado en un árbol, cerca de la fogata, agarrado a la olla con comida.
El oso tenía tantas quemaduras que hicieron que la olla quedara pegada y su inmenso cuerpo, ya muerto, todavía tenía la expresión de estar rugiendo.
El jefe del grupo reflexionó:
“En nuestra vida, muchas veces abrazamos ciertas cosas que juzgamos importantes. Algunas nos hacen gemir de dolor, nos queman por fuera y por dentro, sin embargo, aún así, seguimos considerándolas importantes. Tenemos miedo a abandonarlas y ese miedo nos pone en una situación de sufrimiento, de desesperación. Apretamos esas cosas contra nuestros corazones y terminamos derrotados por algo que tanto protegemos, creemos o defendemos”.
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