Crónica de un trauma ecuestre que sigue coleando medio siglo después.
AHUACATLÁN.
No son pocas las veces que me han invitado a montar una remuda. Y mi respuesta, invariable, ha sido siempre la misma: “¡Ni máiz!”
Porque, francamente, no me atrevería a montar ni un poni jubilado del zoológico. Creo que quedé traumado… y el origen de ese trauma se remonta a más de cincuenta años atrás.
No se me olvida. Ni aunque quisiera.
Era un día de julio, de esos en que el sol pega como cobrando deudas viejas. Tendría unos diez años, y venía de una jornada pesadísima en el Coastecomate, alzando la milpa.
Y cuando digo “alzando”, no me refiero a aplaudirle al maíz. No. Era levantar la milpa y retirarle el zacate después del arado. Trabajo de hombres, aunque uno apenas midiera metro y medio con sombrero puesto.
Al terminar la faena, Beto Varela, el hijo del dueño de la parcela, tuvo la “brillante” idea de invitarme a subir a un burro.
—Pa’ que no te canses, hombre —me dijo. Y yo, ingenuo, acepté. Quería ahorrarme la caminada, y a mis pies ya los traía renegando.
Subí a una piedra, pegué el brinco y me acomodé “anancas”, o sea, allá atrás, en el lomo del jumento, con más miedo que equilibrio.
—¿Listo? —preguntó Beto.
Asentí, tratando de parecer valiente. Pero a los pocos pasos ya me sentía como frijol en metate, rebotando hacia arriba y hacia abajo.
Pero eso no fue lo peor. Al llegar al trapiche de don Lauro Bañuelos, el condenado burro vio a una burra. ¡Y que se alborota!; en ese instante, a primera vista.
El infeliz empezó a rebuznar como loco:
—¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa! ¡Hiaaaaaa! Y con cada rebuznido, aumentaba la velocidad.
Yo, encima, sin saber si rezar, llorar o gritarle “¡párale, Casanova!”. Pero el burro no escuchaba razones. Estaba enamorado y fuera de control. Creo fue amor a primera vista.
“Este burro me va a tumbar”, pensé. Y el burro, obediente, me complació: Antes de llegar al portón, me lanzó por los aires como si yo fuera costal de frijol sin dueño.
¡Ufff!
Caí entre los huizaches, y las espinas se me clavaron por todas partes: piernas, brazos, orgullo… Sentí que eran como siete mil espinas. Bueno, no tantas; a lo mejor unas 6,999.
Para acabarla de amolar, perdí un huarache. Desapareció. Nunca supe si el burro se lo llevó de trofeo o si quedó colgado de algún huizache.
Adolorido, raspado y con la dignidad hecha polvo, le dije a Beto:
—¿Sabes qué? Yo me regreso andando.
Y así, sin huaraches, con espinas y mallugado, crucé por el atajo de El Cerrito hasta llegar a casa.
Esa noche dormí como pude. Y desde entonces, cada vez que alguien me dice:
—¡Súbete a la remuda! yo contesto con un escalofrío y una sonrisa amarga:
“Gracias, pero ya tengo mi título en caídas de burro. Con honores y cicatrices.”
Así es que, si alguna vez me ven esquivando una remuda, sepan que no es por orgullo ni por cobardía: es por sabiduría campesina… y por trauma histórico, certificado y con testigos de espinas, huaraches perdidos y rebuznos incluidos.
























Discussion about this post