Francisco Javier Nieves Aguilar
Me cuesta trabajo hilvanar estas líneas. Estuve tentado a no escribirlo. Pero saco fuerzas —no sé de dónde— y lo hago. Lo necesito.
El reloj marca las 12:23 del mediodía de este martes 15 de julio de 2025. Es una hora más del día para cualquiera, pero para mí es un punto exacto en el tiempo que me transporta al pasado. A ese día que partió mi vida en dos.

Porque hace exactamente un año, un 15 de julio de 2024, viví uno de los momentos más devastadores que puede atravesar un ser humano: la muerte de un hijo.
Centro Médico de Occidente, piso 13 de la Torre de Especialidades. Omar, mi hijo, mi guerrero, luchaba en silencio contra una batalla implacable. La insuficiencia renal y el cáncer lo mantenían en un estado muy delicado.
Sus fuerzas se extinguían poco a poco, pero nosotros —Claudia, mis otros hijos y yo— nos aferrábamos con todo el alma a la esperanza.
Él no hablaba ya, pero yo estoy convencido de que nos escuchaba. Lo sé. Lo sentía. Su cuerpo no respondía, pero su presencia estaba ahí. Firme. Fuerte, aunque frágil.
Me dolía un chingo verlo así. Era una herida abierta, un grito que no podía salir. Mi corazón se contraía, mi alma se desgarraba al verlo tan quieto, tan vulnerable.
Caminaba por los alrededores del hospital; sin rumbo, cruzando calles, esquivando autos y pensamientos. No sabía a dónde iba. Sólo quería moverme, escapar de la angustia.
Entonces apareció Ana Jáuregui. No tengo palabras suficientes para agradecer su presencia. Se solidarizó conmigo, caminó a mi lado, en silencio, sin intentar llenar el vacío. Simplemente estuvo. Y eso significó mucho. Y entonces sonó el teléfono.
Una llamada. La llamada más impactante de mi vida. La que me cambió para siempre. Me dijeron que Omar había fallecido. Que su cuerpo ya no resistió más. Que había partido.
No lo puedo describir. No hay forma. Ese momento fue un quiebre absoluto. La realidad se volvió lejana, borrosa, incomprensible. Mi pequeño gran guerrero se había ido. Partió hacia otras latitudes, hacia algún lugar donde, quiero creer, lo esperaba su madre —quien había partido dos años antes— con los brazos abiertos.
Hoy, un año después, me sigue costando hablar de ello. Su luz se apagó, pero su esencia, su sonrisa, su fuerza… siguen intactas en mi memoria y en mi corazón. El tiempo no cura, pero enseña a vivir con el dolor.
Y aquí estoy, escribiendo. No para cerrar un ciclo, porque el amor por un hijo no conoce final. Sino para decirle a él, dondequiera que esté, que su recuerdo vive conmigo todos los días. Que cada 15 de julio será siempre un altar de memoria y de amor.
Algún día estaremos juntos de nuevo, hijo. Mientras tanto, seguiré caminando. Con tu nombre en mis labios, con tu rostro en mis pensamientos, y con tu fuerza en mi pecho.
Este martes le rendiremos un homenaje en su memoria, en La Pitayera. Ahí estaremos el equipo de El Regional; ese medio que lo hizo suyo y que tanto cuidó. ¿Podré resistir?
Porque hay dolores que nunca se van. Pero también hay amores que jamás mueren… Como el de un hijo.
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