La noche anterior había sido bastante difícil. Érika, Joel y yo nos la pasamos en vela, notoriamente intranquilos y resistiendo algunas adversidades. El frío calaba hasta los huesos y no podíamos estar ni sentados ni parados. ¿Acostarnos en el piso?, ¡Ni pensarlo!; estábamos a la intemperie; aunque la mayor mortificación provenía del parto de mi otra hija, es decir, de Anahí.
Todo empezó desde la mañana del viernes. Los síntomas del parto empezaron a partir de entonces y tuvimos que acudir en primera instancia al Hospital Integral Comunitario de Ixtlán. Surgieron las primeras complicaciones y de ahí se ordenó su traslado a Tepic.
A bordo de una ambulancia mi hija arribó al Hospital Civil de Tepic a eso de las dos de la tarde. Fue conducida de inmediato al área de urgencias, donde se nos advirtió que no podíamos entrar a verla hasta no ser valorada.
Se determinó que se trataba de un parto prematuro pero que no sería intervenida sino hasta el siguiente día, es decir, el sábado. Fue un martirio la noche del viernes. No dormimos ni un minuto. Las condiciones lo impidieron y así continuamos por muchas horas.
Hasta la 13:10 del sábado se nos informó que ya se encontraba todo listo para realizarle una cesárea. Momentos tensos no solo para Joel, su esposo, sino también para mi hija Érika y para un servidor, mientras que en casa también los agobió el insomnio, pensando pues en lo que ocurriría con Anahí y su bebé.
Existía la idea que se necesitaría una incubadora para los posibles cuidados intensivos de la bebé. No ocurrió tal… Faltaban 20 minutos para las 2:00 de la tarde cuando se nos informó que todo estaba bien y que en breve se permitiría el ingreso de un familiar —mujer— para cuidar a mi hija y a mi nieta.
La ansiedad no cesaba, pero ésta se debía ahora a la impaciencia por ver a “Sofi”. No sé ni como me las ingenié para burlar los dos filtros que se requieren para poder ingresar a las salas y cuartos de hospitalización. El caso es que, de pronto, la tuve frente a mí. Ahí estaba mi nieta, bajo el calor de la ropa y sus ojitos cerrados.
Tuve el impulso de abrazarla y besar su pequeña frente, pero las condiciones de la pandemia me lo impidieron. Me quedé ahí durante casi 10 minutos. Mi hija estaba aún sedada. Creo que ni se dio cuenta de mi presencia y por lo tanto tampoco pudo reparar en el par de lágrimas que escurrieron por mis ojos al ver a mi hermosa nieta.
Había que estar al pendiente de las dos. Érika se la rajó bonito cuidando a ambas; es decir a su hermana y sobrina. Al día siguiente fue relevada por Claudia, mi nuera, quien también puso todo su empeño y experiencia en atender a Anahí y a “Sofi”.
Joel se dedicó a resolver los demás asuntos. Yo traté de apoyar en lo que más se pudiera. No se cuántas veces fuimos a las farmacias cercanas y a las tiendas departamentales. Había que arrimar lo indispensable para las necesidades de “Sofi”.
El domingo fue un día de más tranquilidad. El lunes las dieron de alta para enseguida emprender el regreso hacia Ahuacatlán. Mi nieta “Sofi” no se quejó de nada. Muy tranquila se vio en el trayecto. Ahora ya está en casa, mientras Anahí y Joel aprenden a cuidarla y brindándole el cariño como padres.
Es preciso desatacar en este artículo los apoyos que en su momento nos brindaron algunos amigos, como Jasmín Bugarín y la señora Aydee Camacho, Reymundo Sandoval y Lulú Rojas, Hugo Villagrán y todas aquellas personas que al igual nos ofrecieron ayuda.
Un agradecimiento especial para la doctora Melina Quesada, quien atendió a mi hija desde su embarazo hasta su parto, además de otorgarle asesoría para que “Sofi” tenga una mejor calidad de vida. Pero en resumidas cuentas, ¿saben qué?, ¡Estoy culeco!
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