La perfecta sincronización de los semáforos puede ser un referente de la forma taxativa en que se respetan las leyes en Estados Unidos. Son esos espigados postes de luces verdes, rojas y amarillas los que norman al chofer que se desplaza entre los saturados freeways de hasta siete carriles.
Van o vienen de la casa al trabajo, transportando, acaso infalible, a un solo individuo: el chofer; un autómata del volante que a estas alturas pasa por alto el confort del que carecen en otros países los automovilistas: falta de aire acondicionado, ruidos, claxons sonando, un carril y pequeños tramos para rebasar; pero sobre todo: los últimos motores del mercado que integran un GPS capaz de ahorrarte hasta una hora pico.
La jornada para un mexicano suele comenzar con un café y terminar con una cerveza. En su trajín adopta la dinámica del estadounidense, pero no se deja asimilar. Nuestros paisanos conservan su identidad, y lo hacen al mismo tiempo con orgullo y nostalgia.
En la cena de gala realizada en el lujoso Quiet Cannon de Montebello, los concurrentes fueron bajando de sus trocas asemejando a las limusinas de los artistas hollywoodenses, abriéndose paso por las escaleras con sus botas lustradas, cinto pitiado, vistosas camisas de cuadros y sombreros de palma. Pues, ¿quién les impondrá el tuxedo como etiqueta social? Las mujeres no desfilaron por la alfombra roja, pero igual se embellecieron con una amplia gama de accesorios y vestidos largos o cortos.
Si las viandas nos alejaban, la música nos acercaba a ese estado con figura de labriego con costal al hombro. En el recinto nadie era extraño, por muy extraño que fuere. Cualquier motivo era acicate para hablar de la patria chica, del terruño que se dejó tiempo atrás.
“¿Cuántos años que no van a México?”, interrogaba el locutor, sondeando para dar con los que acumulaban décadas sin ver al padre o a la madre. El entremés era aderezo para presentar a la banda. Primero a Torbellinos y luego a Arkángel R-15… los tótems musicales que en su propio país son ajenos, allá los hacen suyos.
Afuera en los pasillos, los caudillos de la FENINE conversan. Me uno en fraternal coloquio a Nérida Vargas y Adrián Maldonado. Exponiendo las observaciones ya vertidas, coincidimos en que cuando se vive oprimido, las pasiones se debordan. Eso explica el éxtasis del compatriota inmigrante. Y ese fue el aguijón, añadía yo, del triunfo de Andrés Manuel López Obrador aquí en México.
Al norte y sur del Río Bravo se da la vorágine contra sendos gobiernos autócratas. Con la salvedad que a orillas del Potomac el presidente rinde cuentas a un Congreso independiente. Los paisanos lo saben, y se sienten decepcionados con el gobierno federal –en artículo por separado abordaré el desdén del gobierno estatal por la FENINE–, que lejos de intervenir a favor de los paisanos, le hace el juego a Donald Trump.
La recia tetitleca, Nérida Vargas, explica que las remesas tienen nuevo gravamen por parte de lo EE.UU. ¡Y nadie dice nada! El Programa Paisano desapareció, y el Programa 3X1 para migrantes fue acotado en sus reglas de operación, prácticamente es inútil.
Desde las alturas del casino en Montebello se apreciaban las luces de la Ciudad Angelina. Ya era sábado de madrugada y los freeways ya están despejados. De regreso a nuestro alojamiento recordaría aquella vez que convocamos a un grupo nutrido de compatriotas en Las Vegas. Era junio de 2005, y el objetivo era iniciar un reencuentro periódico para organizar una lucha a favor de los inmigrantes –residentes, ciudadanos o indocumentados– en Estados Unidos. Ese proyecto lo aterrizó un año después nuestro amigo Adrián Maldonado en la FENINE. Y lo que vi ese sábado 3 de agosto en El Pico Rivera Sport Arena me enganchó, como persuadieron muchas otras cosas que, si mis ocupaciones me lo permiten, las iré plasmando poco a poco.
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