Antes de que el papel multicolor decorara la fiesta del Santuario, antes de que la multitud sureña de Nayarit se regocijara en la algarabía otoñal, antes de que el continuo llanto de Tláloc nublara los campos y el sol volviera a quemar la nuca, viajé con mi familia a Ahuacatlán, Nayarit, por invitación de Omar G. Nieves, director del portal de noticias El Regional, ser a quien mis papilas gustativas agradecen que les presentara los lonches del afamado Chago. Durante una hora y diez minutos de trayecto, sólo contemplamos un lienzo terrestre con tonalidades claras y oscuras, ramajes acariciados por el viento y nubes que ensombrecieron el paraje.
Omar Nieves nos invitó al municipio donde vive, el jueves 30 de marzo, fecha que marcó la vida de tres mujeres, incluyéndome, Mario Coz, mi padre, emprendió el vuelo de una pluma de ave que al final se pierde en la inmensidad. Aún recuerdo la llamada que a través del silencio dijo todo.
Desde entonces no sólo ha sido difícil reajustar mi vida, también la de mi madre, afortunadamente mi pequeña hija asimiló la situación con prontitud, al principio sólo quería estar en mis brazos y no emitía palabras, pero después de actividades terapéuticas basadas en amor, un día de tantos dijo: “mamá, el abuelo está en el cielo, es un Santo”; quedé boquiabierta, nunca argumenté eso sobre su abuelo, pero ella lo interpretó así, y tal vez tiene razón, si de algo estoy segura es que mi padre fue talentoso, sabio y noble.
EL PRIMER ENCUENTRO
Conocí a Omar Nieves en agosto de 2012 entre la ebanistería del lobby del Hotel Altamirano, un naturista oaxaqueño llamado Gustavo Santaella Cruz visitaba la ciudad de Tepic para atender pacientes con enfermedad crónica e incluso terminal.
- ¿Tú eres la hija de Don Mario?- escuché decir.
- Sí – volteé sonriendo- soy Sol – añadí estrechando su mano.
- Me llamo Omar, Omar Nieves, y él – jalando a otra persona hacia consigo – es mi papá, Francisco Nieves.
- ¡Mucho gusto! – dijimos al unísono.
Observé a aquel joven de sonrisa completa y lentes foto cromáticos, la construcción nos protegía de la luz directa del sol, así que pude ver esos ojos con los que también parecía hablarme, a partir de ese momento se extendió la amistad que él ya tenía con mi padre.
EL ARRIBO
Llegamos a Ahuacatlán cuando el tianguis estaba poniendo armazones y tendidos, cerca de ahí está la casa de Omar y Claudia, lugar que funge como oficina de El Regional y que ha sido anfitriona de varias entrevistas a políticos.
Toqué la puerta de madera envejecida y escuché cómo unas chanclas se deslizaron hasta llegar a ella, el umbral se abrió, Claudia sonreía mostrando su brillo dental mientras se enroscaba el cabello, nos abrazamos como si nos conociéramos de años, de pronto una voz con tono interrogante irrumpió: ¿dónde está Nieves, pues?, mi pequeña quería conocer en persona al que ya le había presentado en fotografía.
Después de varios llamados, Nieves descobijó los ojos, bajó la escalera con el cabello alborotado y aún adormilado preguntó, ¿tienen hambre?, respondimos asintiendo de manera uniforme.
El sol comenzaba a calentar, atravesamos el tianguis caminando, saludamos a Luisa Alvarado, miembro fundamental de la organización social “Vientos de Octubre”, Omar y Luisa han encabezado la lucha para dar una fracción de La Parota a algunos ahuacatlenses que no tienen tierra.
La piel canela y rasgos marcados de Luisa reflejan la rudeza de su carácter, es de estatura baja pero de ímpetu elevado, ningún humano vive con ella en el pequeño local que renta, sólo las “maquinitas”, esos aparatos que parecen hipnotizar a los niños cuando acarrean los mandados familiares, son los vigías de su sueño nocturno.
Caminamos unos cuantos pasos más hasta llegar al Templo Expiatorio San Francisco de Asís, custodiado por una estatua del fundador de la orden franciscana amansando al afamado lobo de Gubbio, la alegórica representación de la leyenda a la que Rubén Darío realizó el poema “Los motivos del lobo”.
Frente a la construcción de suave amarillo y cantera, en el parque Morelos, una hilera de puestos de comida al borde de la calle aglomera hambrientos, de entre ellos sobresale uno decorado en su interior con figurillas de chefs y una bruja en escoba que viaja en vaivén cerca de los comensales.
En el interior del puesto color aluminio, un comal horizontal es asiento de dos ollas de barro con carne de res asada y en adobo en trozos. A un costado reposaban tres hileras de bolillos cortados a la mitad manipulados por un delgado personaje con gorro de cocina tubular acortado, cubrebocas para retener cualquier salpicadura y lentes de aumento acordonados a la cabeza: Chago.
Chago, es el autor de las delicias, tiene gran habilidad manual y mental, escucha la orden del comensal, cierra los ojos y los vuelve a abrir, como si de un parpadeo registrara los datos en una computadora interna, cuando no lo ha memorizado pide al cliente que lo repita, cierra los ojos con mayor intensidad, como si oprimiera insistentemente la tecla numérica, abre los ojos con un “ya”, tomando nota mental del siguiente pedido.
Después del desayuno caminamos de regreso a nuestra casa temporal. En el tianguis sobresalía la vendimia de calcetas, útiles escolares y juguetes. En uno de esos “changarritos” encontré un pequeño tambor que parecía esconderse de los transeúntes, pero la colorida banda de chimpancés con ojos saltones que llevaba pintada en su circunferencia lo delató ante mis ojos.
Lo que me gusta de los tianguis es que se encuentran “baratijas útiles” en apoyo a la economía local. Mi hija tenía tiempo pidiéndome un tambor, así que Omar, en un gesto de amabilidad, sacó morralla de la bolsa de su pantalón de mezclilla para completar los 30 pesos que pregonó la tianguera, pero al no completar la cifra sacó un billete y pagó.
Al llegar a la casa de los Nieves, la pequeña se colgó el tambor cruzándose por el hombro, como quien se prepara para participar en la banda de guerra, comenzó a golpearlo con las baquetas de plástico negro y flexionó la rodilla al ritmo, después se detuvo y asignó instrumentos musicales: Omar emitió sonido con unas vainas casi negras en forma de oreja que resultaron ser frutos del Parota; mi madre tocó una trompeta imaginaria; la esposa de Omar, Claudien, así apodada por la directora de orquesta, sacudió el pandero; mi esposo, una guitarra invisible, y yo, una matraca adquirida en Ahuacatlán.
Las escalinatas despidieron nuestra estadía, subimos a la cima de un cerrito, mientras bofeados leímos el listado de los donadores de recurso para la elaboración de cada escalón, a los que agradecimos mentalmente por facilitarnos el ascenso.
Arriba, en la cima, el viento nos envolvió en caricia como quien bendice el viaje de un ser querido, mientras tanto, el tren se desplazaba a toda marcha y el Ceboruco comenzaba a cubrirse con la frazada de sereno. Descendimos el cerro con pies de ligero danzarín, cerrando Mimosas al contacto.
La noche se ambientó con la vendimia de cocos helados, hamburguesas, hot dogs y papas fritas, no hacía calor, la danza aérea nos había refrescado, pero era hora de partir, dolió la despedida porque las horas se convirtieron en años y costumbre. Retornamos a nuestra cotidianidad con el corazón aún en remiendos, pero más ligero porque gracias al abrazo de la cima teníamos la certeza de que el recuerdo de don Coz está y estará latente, su obra también.
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