Report-arce
3.- Nuevos oficios y el clic de añoranza.
Vendrán y vienen nuevos oficios del mundo nuevo y galopante, el que inyecta tintas en cartuchos y toner, el reparador de maquinitas. Me acuerdo de mi amigo Joseph Rodríguez, “el Piupil”, los que operan celulares, el hackers, el ladrón cibernético, los niños de hoy suspirarán por estos oficios cuando sea rutinario los viajes al espacio los fines de semana o de vacaciones al planeta Marte, una oferta del buen fin en la luna a doce meses sin intereses en el banco virtual donde contratas en la imagen de la palma de tu mano.
4.- Nunca habrá el adiós definitivo.
Déjenme contarles, aparte de los abundantes oficios que inmortalizó Meda. Tengo uno que me marcó mi andadura: don Manuel el que voceaba en cada calle de los niños extraviados y yo escribo de amores extraviados.
Unas personas llegaban para comprar vasos que tenía junto a una mesita de madera, bien lavados y como nuevos, que se les extinguían las veladoras por los ruegos y rosarios que el señor reposando tenía en el altar de vírgenes y santos de todas las noches.
Vecino del señor de los cuentos, en una de las dos casas estrechas, vivía don Manuel, padre de los hermanos Esparza, aquellos formidables radiotécnicos. Señor chaparrón, con sombrero de estilo campesino; de caminar pausado, también muy bueno era para anunciar a pie cualquier acción o desventura. Llegaban llorando algunas madres desamparadas o hermanos incrédulos para rogarle que por favor avisara al barrio y entre las cuadras, al hijo perdido o hermano extraviado.
Ya las criaturas tenían más libertad de andar en la calle, se nos iba quitando el miedo al diablo por culpa de la electricidad. Don Manuel preguntaba el nombre, rasgos físicos y tipo de vestimenta que portaba al momento del extravío. Agarraba el rústico megáfono de latón, que posiblemente don Silvino el hojalatero lo había elaborado dando la amplitud de la bocina la acústica elemental para poder distribuir la voz en el caserío.
Cuando lo veíamos salir con el arma que ampliaba la palabra, presurosos lo seguíamos a la ruta que presagiaba seguridad ya que nuestros padres sabían que a su lado no podríamos perdernos y era un motivo inmenso de conocer los territorios que rara vez caminábamos. Las calles a esa hora estaban desiertas y los pocos vecinos se asomaban de sus puertas y ventanas como siempre interesados, presentían que era algún hijo de ellos o parientes. Primero comenzaba cumpliendo la norma que era el perifoneo en la esquina de su casa Abasolo y Jiménez, después seguía por la Pila Colorada, proseguía por la tienda de la Noche Buena.
Se paraba en la boca calle y comenzaba de nuevo: “Atención, atención, habitantes de estas calles, pongan mucha atención… hoy a las once de la mañana se perdió un niño que responde al nombre de Filiberto Aguayo…tiene ocho años de edad…viste pantalón café y camisa roja con vivos amarillos en las mangas, la camisa se la trajo su tío Margarito del norte…trae huaraches de correa gruesa y suela desgastada…alguna pista o notificación…por favor en mi domicilio… muchas gracias por la ayuda inmerecida”.
Me encantaba y me mortificaba todo el ceremonial. El señor adelante limpiándose el cuello por el calor de las doce del día y atrás como de diez a quince chiquillos todavía con el eco del mensaje. Antes de llegar a la escuela Benemérito, otra vez lanzaba la propagación como una parvada de pájaros y allá iban en el horizonte de las tejas y las nubes al oído del vecino.
En el cruce de la Liceaga con Moctezuma a un lado de las peñas y los sembradíos de papa y quelite. Llegamos al Santuario y la calle larga de la Justo Barajas. En momentos que los hombres de la sierra llegaban con el señor que le dicen “el Bofo” por la calle Ortiz, para que descansaran sus remudas, después de una faena agitada por bajar temprano cargas de carbón, de duraznos y granadas de Rosa Blanca.
Nuestra travesía y fatiga crecía y algunos niños dejaban el contingente para después alcanzarnos. Donde vendían petróleo en el cruce de la Abasolo, de nuevo lanzaba su voz. Dos paradas, una en la tienda de don Cayetano y la otra en la esquina de la Allende y Zaragoza, lugar de las casa bonitas y coloniales.
Llegaba el cansancio y para don Manuel, la culminación de su radio de acción. En muchas ocasiones el niño perdido iba entre nosotros: “Don Manuel, aquí viene un niño que se llama Filiberto Aguayo”. -“Ay niños, ¿por qué no me dijeron cuándo comenzamos? Me hubieran ahorrado la hablada y la caminada”.
5.- La última y nos vamos
Queríamos conocer lo nuevo tomado de la mano del viejo mundo y por eso estoy aquí en esta noche de magia, de nostalgias y con el provocador de recuerdos y de alegrías: Guillermo Campos Meda que los aplausos son para él, los merece porque nos hizo venir como el flautista que nos hipnotizó el alma y nos llevamos una canasta de recuerdos, claro hecha por un artesan@.
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